Nos dijeron que para "triunfar" debíamos destacar. Ser fuertes. Imparables. Competentes. Visionarias. Impecables. Nos dijeron que el liderazgo se medía por los resultados, las metas alcanzadas, los reconocimientos colgados en la pared.

Pero nadie nos dijo que ese mismo liderazgo podía alejarnos de nosotras mismas. Que podía exigirnos tanto por fuera, que nos olvidáramos de lo que habita adentro.

Muchas mujeres han llegado a puestos de dirección, a liderar equipos, a sostener estructuras enteras con talento y entrega. Y, sin embargo, sienten un vacío. Una desconexión silenciosa. Una especie de soledad disfrazada de éxito.

No lo hablamos mucho, pero está ahí: el precio de querer triunfar como lo dicta la sociedad.

Triunfar sin dudar. Sin cuestionar. Sin mostrar cansancio.

Triunfar sin tiempo para respirar. Sin permiso para detenernos. Sin espacios para ser vulnerables.

¿Cuántas veces hemos sostenido liderazgos que nos aplauden, pero que ya no nos representan?

¿Cuántas veces hemos respondido con excelencia, cuando lo que queríamos era simplemente poder pausar?

El liderazgo femenino necesita abrir espacio a nuevas formas. A formas más congruentes. A formas que nos permitan liderar sin desdibujarnos.

Porque el verdadero liderazgo no es solo inspirar a otros, es no traicionarte a ti misma en el camino.

Hoy te invito a preguntarte: ¿Qué estás sosteniendo por miedo a decepcionar? ¿Qué parte de ti necesita ser escuchada para volver a sentir dirección?

Tal vez el éxito no esté donde lo imaginamos. Tal vez, en esta etapa, liderar significa reconciliarnos con nosotras.

Porque liderar no es llegar primero. Es llegar siendo tú.