Durante mucho tiempo viví en guerra con mi cuerpo. Le exigí estar firme, estar delgada, estar joven. Que no se notara el cansancio, que no se notara el paso del tiempo, que no se notara nada que no fuera “deseable”. Lo traté como una tarjeta de presentación, como una moneda de cambio, como una prueba de que “yo todavía podía”.

Pero con los años cambió algo. No fue de golpe, fue como un deslizamiento lento y silencioso. Empecé a cansarme de esa batalla. Me di cuenta de que mi cuerpo no necesitaba aprobación. Necesitaba cuidado. Necesitaba que lo dejara respirar sin estar esperando la validación ajena.

Hoy no necesito que me digan que me veo bien. Quiero sentirme bien. Dormir profundamente. No tener dolor de espalda. Comer sin culpa. Moverme sin pensar si me veo sexy o no. Que alguien me abrace sin evaluarme. Que me toquen como quien agradece, no como quien inspecciona.

Mi cuerpo ya no está para ser aplaudido. Está para ser honrado. Porque me ha sostenido en todo: los excesos, las rupturas, las noches en vela, las decisiones estúpidas, los silencios largos. Porque sigue aquí, conmigo, aunque a veces lo haya descuidado, aunque haya sido la última en mi lista de prioridades.

No lo quiero como antes. Lo quiero como es ahora. Con más curvas, con otras marcas, con cicatrices nuevas y sabidurías antiguas. No necesito que me digan que parezco de menos edad. Quiero que me miren como alguien que ha vivido, que ha sentido, que se ha reconstruido. Y si me van a mirar, que sea con ternura. O con deseo, sí, pero deseo del que no humilla.

Mi cuerpo ya no busca ovaciones. Busca tregua. En esa pausa, en ese nuevo pacto conmigo, estoy encontrando una forma mucho más profunda de amor propio. Una que no grita, pero que se queda.