Durante años fui la mujer que encendía velas.
Literal y metafóricamente.
Encendía velas aromáticas, pasionales, urgentes.
Velas de deseo, de incertidumbre, de cama deshecha y labios mordidos.
Velas de “aquí estoy, mírame”, “tócame”, “hazme perder el sentido”.
Encendía el cuerpo. La mirada. La conversación.
Encendía hasta las fantasías ajenas sin querer.
Pero, querida…
Hoy ya no me interesa arder.
Me interesa decidir.
No porque se me hayan acabado las ganas.
Sino porque he aprendido a reconocer el precio del fuego.
Aprendí que no todo lo que brilla merece velas.
Que no todo encuentro merece cuerpo.
Y que hay velas que es mejor apagar antes de que se conviertan en incendio emocional.
Ahora el erotismo lo llevo en la espalda recta, en la carcajada inesperada, en ese silencio que incomoda porque ya no necesito llenar ningún hueco (ni emocional, ni físico, ni ajeno).
Hoy soy la mujer que huele la intención antes que el perfume.
La que ya no compra velas por docena.
La que sabe que el poder no está en encender, sino en elegir cuándo decir: basta de luz, ya me ilumino sola.
Así que sí.
Fui llama.
Ahora soy faro.
Y también sé cuándo apagar la luz… y dormir como reina.
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