Hay violencias que no gritan, pero te desgastan.
No te empujan, pero te arrinconan.
No te insultan, pero te desdibujan.

En muchas oficinas —sí, incluso en las más "profesionales"— hay climas pasivo-agresivos que se visten de cortesía, pero que cargan una energía densa, controladora y, muchas veces, profundamente violenta.

Es la mirada que te evalúa sin decir nada.
La respuesta que nunca llega.
La sonrisa que te ignora mientras te dice "¿Todo bien?".
El correo reenviado a todos... menos a ti.

Son pasillos llenos de silencio estratégico.
Juntas donde se habla de inclusión, pero se practica la exclusión más fina.
Sistemas que aplauden la eficiencia pero castigan la voz propia.

Muchas mujeres —sí, muchas— hemos trabajado desde ahí.
Desde la incomodidad de ser demasiado para unos, o no lo suficiente para otros.
Desde ese lugar en el que, si reaccionas, eres problemática. Y si callas, cómplice.

Estas oficinas no aparecen en los manuales, pero están en los cuerpos. En el insomnio. En la gastritis. En la tristeza inexplicable de los domingos por la noche.

No escribo esto para señalar. Escribo para nombrar.
Porque lo que se nombra, deja de operar en silencio.
Y porque hay muchas mujeres —quizás tú también— que necesitan saber que no están exagerando. Que no están solas.

Esto también es violencia. Y también merece ser reconocida.

Así que si alguna vez te sentiste ignorada, desplazada o minimizada en una oficina donde todo parecía estar bien...
no estás loca.
No te lo imaginaste.
Y no tienes que quedarte ahí.

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