Hace unas semanas participé en un programa formativo convocado por el Task Force para el Liderazgo de las Mujeres, esta iniciativa conjunta impulsada por organismos internacionales que lo conformaron para a través de él dar cumplimiento a los acuerdos emanados de la Cumbre de las Américas de Lima en 2018, en la que las naciones participantes acordaron impulsar el liderazgo de las mujeres como un eje fundamental para disminuir las brechas de desigualdad que nos colocan en condición de mayor vulnerabilidad.
Así es: no hay democracia sin mujeres, pero tampoco hay desarrollo posible que no nos incluya.
El programa convocó a mujeres con liderazgo político de todo el continente y en éste escuchamos a expertas hablar sobre los temas torales de este ejercicio. Mientras escuchaba una a una sus intervenciones, iba tomando mis notas subyugada por la forma en que sin importar la latitud, el nivel del cargo que las mujeres tienen, las realidades a las que cada una se enfrenta, todas vivimos un escenario común: nos cuesta mucho trabajo entrar a la política y destacar dentro de ella y hemos tenido que pagar el precio por hacerlo.
Entre los impedimentos que más comúnmente frenan las oportunidades de las mujeres para crecer –no tan solo en el ámbito político, sino en el público– se encuentra los estereotipos y juego de roles que históricamente han levantado una enorme cerca alrededor nuestro, haciéndonos creer y obligándonos a cargar solas con el peso de las tareas de cuidados: de nuestros hijos e hijas, del hogar, de la atención a nuestras parejas y hasta de nuestros padres y madres o familiares con una enfermedad.
Así pues, con la sobresaturación que implica toda esa actividad no remunerada y sí agotadora, ¿quién va a tener tiempo para construir una carrera política?
Además de ello, otro factor fundamental que impide la consolidación de las carreras políticas de las mujeres es el de la falta de recursos económicos con los cuales hacer campañas exitosas y alcanzar triunfos electorales posibles.
¿Cómo van las mujeres a poder hacerse de un capital para invertirlo en sus propias trayectorias políticas, cuando son ellas las que financian el abandono paterno y tienen que sacar adelante solas a sus hijos, o tienen que lidiar con la precarización de la mano de obra que nos vulnera una y otra vez por ése, que es justamente nuestro punto más flaco, pues nos resta independencia por la falta de autonomía financiera?
Y si con lo anterior no fuera suficiente, la tercera razón que más debilita el liderazgo de las mujeres políticas es la brutal violencia a la que nos enfrentamos una vez que comenzamos a salir a “lo público” y a tratar de construir un liderazgo político.
Quienes acompañamos a mujeres a enfrentar los casos de violencia política con los que han sido atacadas nos enfocamos en la parte jurídica, política y electoral de este grave fenómeno, pero muy pocas personas e instituciones se ocupan de atender los efectos psicológicos que todo ataque sufrido genera en ellas y que no desaparece una vez que las campañas han terminado, porque quedan estragos nocivos cuyos efectos ya viven ellas en solitario, pagándolo en su salud emocional y física.
Ese precio a veces merma su salud, su bienestar, daña su economía, altera el equilibrio de sus familias o las expone a realidades de las que hemos oído mucho pero de las que aún se sigue hablando poco.
La política es pues una profesión llena de pisos pegajosos que como engomados potentes, no dejan que el pie se despegue del piso y sin importar muchas veces los techos de cristal que se rompan, hasta ahí es que permiten que las mujeres crezcamos.
Los costos que el sistema patriarcal nos hace pagar por nuestra osadía de irrumpir en el ámbito público les llevan a encontrar nuevas maneras de vulnerarnos, como lo es el acantilado de cristal que es ese puesto que nadie quiere porque tomarlo significará el fin de la carrera política, y entonces nos es presentado a las mujeres como la única posibilidad para ascender y nosotras lo tomamos –por no correr el riesgo de después no tener ninguna otra posibilidad–, cuando en realidad esa posición implicaba un riesgo tan grande, que mejor que ponga fin a la carrera política de una mujer que la de un hombre, quien seguramente enfrentará retos más promisorios que le permitan ascender.
Ante estas realidades, hoy día están creciendo más y más las redes y agrupaciones que desde la sociedad civil promueven la vinculación como una herramienta efectiva para fortalecerse en todos los sentidos, en el sororo y en el formativo, promoviendo programas que van desde las capacitaciones tradicionales, hasta nuevos modelos de acompañamiento como el “coucheo” y las mentorías sobre los que hay experiencias muy positivas, como las que promueve precisamente el Task Force.
Éste es el tiempo de que las mujeres accedamos al poder, de fortalecer los liderazgos, de hacer vinculaciones efectivas, de desestigmatizar la política dejando de considerarla como una actividad que pervierte.
Dejemos de temer a crecer, a querer, a soñar. Es legítimo el deseo de las mujeres que quieren estar en política y crecer dentro de ella. Si seguimos pensando que todo lo que la política toca, lo corrompe, es que hemos pasado demasiado tiempo en contacto con politiquería y poco con la política que se constituye como posibilitadora de acuerdos.
Desacralicemos la política, politicémonos. Y por cierto, la política partidista no es la única manera de hacerlo.
@MonicaMendozaM
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