El cáncer de mama: más allá de los moñitos rosas

Desde 1983, octubre se pinta de rosa, enviando con ello un mensaje a todo el mundo para sensibilizarnos respecto de la importancia de prevenir el cáncer de mama, que ha tenido un crecimiento preocupante desde las últimas dos décadas del siglo pasado y se ha incrementado significativamente en los últimos 20 años.

El cáncer de mama es hoy la principal causa de fallecimiento en mujeres –aunque también la padecen hombres en menor medida– y para darnos una idea de su alcance, la Organización Mundial de la Salud estimó que en 2018 hubo una incidencia en el mundo de dos millones 88 mil 849 casos presentados, de los cuales hubo una mortalidad de 626 mil 679 mujeres. En México, lo padecen 39.5 por cada cien mil habitantes y a diario mueren entre 10 y 12 mujeres por esta enfermedad.

En todos estos años hemos podido aprender algunas cosas al respecto del cáncer mama. La primordial es que es posible combatirlo cuando se detecta a tiempo y ahí es en donde quiero detenerme.

Parece simple promover la autoexploración como la forma más efectiva de detección de algún bulto que, de aparecer, deberá llevarnos a la consulta médica inmediata; sin embargo, el solo hecho de tocarnos implica romper una barrera cultural que desde tiempos inmemoriales ha establecido con enorme rigor que el cuerpo femenino es el vehículo del pecado y que por tanto, está prohibido.

Esa creencia, producto del sincretismo religioso, nos ha conducido a vivir en el límite del nuestros derechos sexuales y reproductivos, pero también a impedir el acceso pleno a la salud.

Las mujeres no nos tocamos porque se nos ha enseñado que nuestro cuerpo es un templo sagrado que brindaremos en prenda al que será nuestro esposo y con el que conformaremos una familia. Esta creencia anclada en la psique de muchas culturas no tan solo herederas de la tradición judeo-cristiana, ha sido útil para el control femenino por parte de generaciones que heredaron un patriarcado al que ese sojuzgamiento le resulta conveniente para imponerse y reproducirse.

Además de esa limitación cultural y moral para explorar nuestro propio cuerpo, hay en los múltiples factores que incrementan la predisposición al cáncer de mama otros aspectos que revelan también desigualdades y violencias.

El Instituto de Investigaciones Biomédicas establece que el sobrepeso y la obesidad –propios de la pobreza alimentaria- incrementan el funcionamiento metabólico que contribuye al desarrollo de este mal, y como bien sabemos las mujeres son las más pobres entre los pobres. También lo hace el tabaquismo y el consumo de alcohol, ambos factores asociados con el estilo de vida que ha sido impuesto por el capitalismo y que ha alterado los hábitos y estilos de vida de toda la población, imponiendo estereotipos y cánones de belleza que resultan particularmente opresivos para las mujeres.

Y si a esos factores les añadimos el cambio hormonal –también asociado a la ingesta alimentaria de productos ultraprocesados– que deriva en la exposición a estrógenos que modifican el inicio de la menarca y que impactan en la posibilidad de procreación en muchas mujeres que eligieron vivir su libertad sexual y su crecimiento profesional, retrasando la maternidad a la que solo pueden acceder sometiéndose a tratamientos de fertilidad, entonces es posible explicarse por qué esta enfermedad que afecta a mujeres de todas las edades y condiciones económicas, es mayormente padecida por aquellas que tienen entre 50 y 60 años y particularmente devastadora entre las más pobres.

Hay un tercer factor que es también predisponente y que se asocia con la violencia psicológica que vivimos las mujeres como resultante del estilo de vida impuesto y al que para acceder a él, se nos ha cobrado un alto costo. Las mujeres hemos tenido que luchar por cada derecho que hoy gozamos: luchamos por acceder a una educación superior, por ser propietarias de nuestros bienes, por el divorcio, por el sufragio, por elegir una vida sexual libre, derecho por el que seguimos luchando. Cada paso dado no nos ha sido regalado, sino que nos lo ganamos y en ese proceso, hemos pagado un alto costo: este stress permanente que nos lleva a vivir de prisa, angustiadas, preocupadas, con culpa. Inmersas en las múltiples violencias cotidianas e institucionales que nos cobran por crecer en lo personal y en lo profesional y que nos llevan a una contención emocional prolongada que el cuerpo canaliza en forma de enfermedades.

Es ahí donde se hace palpable que la lucha por el combate contra el cáncer de mama es también una lucha contra las desigualdades que nos son impuestas. Ello nos permite entender por qué la Organización Mundial de la Salud identifica que la mayor parte de las muertes por cáncer de mama se producen en países de ingresos bajos y medios.

Y eso que ni siquiera hemos entrado en el fangoso terreno de la burocracia médica y las limitaciones de un sistema de salud que por años ha operado en el límite y que está rompiendo la delgada línea que lo soportaba, como lo evidencia la falta de medicamentos oncológicos que miles están padeciendo.

Una particularidad especialmente grave en esta enfermedad es que el cáncer de mama no solo mata, sino que provoca discapacidad y enormes trastornos físicos y psicológicos que impactan de manera importante a la persona, su núcleo familiar, laboral y social.

Por eso cuando hablemos de cáncer vayamos más allá de la corrección política de los moñitos rosas, pues éste es también un tema en donde por ser mujeres, se paga un costo mucho mayor en materia de violencias, desigualdad y discriminación.

 

@MonicaMendozaM

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