Veinticinco años.

Ayer cumplí veinticinco años de convertirme en madre. Desde la madrugada rememoré aquel día. Seis horas de labor y una cosita resbalosa entre mis brazos. Olía a piel nueva, era tan pequeñito, tenía unos ojos tan inmensos… era la Gloria encarnada.

¡Lo soñé de tantos modos! Digamos que lo diseñé desde el deseo y siempre fue más que lo que se me ocurrió “pedir”.

Fue un niñito hermoso: con sus chinos desgobernados, sus ojotes de lucero, sus pestañas de brocha y su boca chiquita. Entendido, amable, dulce y encantador.

Entonces yo despertaba siempre un ratito antes que él, me bañaba y estaba lista, emocionada como niña en navidad para levantarlo de su cuna y ver lo que nos traería la jornada. Nuestros días eran pura novedad. Me maravillaba ver a través de sus ojos el mundo que descubría, cómo lo interpretaba, lo que le sorprendía. Claro que tenía mucho qué hacer, con todo lo más estimulante era su presencia.

Pasó el tiempo, se convirtió en el hermano mayor de su hermana y después del benjamín. De tener todo el tiempo y toda la atención, tuvo que aprender a compartirlo y hasta a ser prudente (la guerra de la bacinica mientras yo amamantaba hermanita fue difícil para ambos). Con todo y mi proyecto pedagógico; hicimos como pudimos.

De ahí me brinco a su asamblea de sexto de primaria. El tema eran los sueños. No tengo el texto a mano, cito de memoria. “Palacio de Bellas Artes; algún mes del 2014 (o 15). Estreno mundial de la primera sinfonía del Maestro Eugenio Casillas. Estoy nervioso, mis padres están en la sala…”

Ayer cumplió veinticinco años. El veinte de septiembre se estrena en la Sala Blas Galindo del CNA una composición suya interpretada por el Cuarteto Latinoamericano de Cuerdas. ¿Yo? No quepo en mi magra talla de orgullo. Con todas las posibles patas metidas hasta la cintura, quisiera pensar que algo hice bien.

Una ama a los hijos aunque no… pero ¿qué tal se siente cuando “si”? Si la satisfacción pesara, hoy sería obesa.