Y entonces la vida sucede: te arranca lágrimas por razones que duelen sin previo aviso, te nubla la vista y el corazón un suceso que jamás consideraste posible que ocurriera… la respiración se atora entre un “lo siento” y el posible “jamás volveré a escuchar su voz”…
Saber que ella y él llevan, como tú, dolores y abandonos a cuestas no hace más fácil el camino; te anima –quizá, a seguir caminando, a seguir desviando la mirada de aquello que tanto duele para poner, en su lugar, una sonrisa fingida o al menos un gesto auténticamente indescifrable. Porque el dolor no se mide, porque de la soledad que el dolor causa no se escapa… Al menos no a voluntad sin sacar de ahí una que otra experiencia.
Y entonces, llega la calma. Así, inesperada, quieta y callada; te abraza, y en un acogedor silencio, te dice que todo pasa, que ningún dolor permanece y que tampoco ninguna alegría arrasa…
Y después, el silencio…
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