Los recientemente cumplidos 70 años del sufragio femenino en México bien podrían agruparse en tres bloques, en donde podríamos decir que los primeros, fueron años de “calentamiento” de un ejercicio que, en ese momento, aún estaba lejano en el horizonte para ser significativo.

Así pues, en esos primeros 50 años hubo un muy lento avance en el que a cuentagotas fueron accediendo las mujeres –pioneras todas– a los cargos que abrían sus puertas a una participación totalmente disruptiva respecto del ejercicio de poder patriarcal con el que las fuerzas políticas se sentían cómodas en un avance que por cierto, no era progresivo. Tan lento fue ese proceso, que hubo que darle un “empujoncito” y así es como llegaron las cuotas para introducir la presencia de mujeres, atendiendo a proporciones establecidas en un sistema –ahora sí progresivo– que tenía por objetivo incrementar la presencia femenina en los órganos de representación pública, en una distribución más acorde con la que existe entre la población a la que se representa y se gobierna. El tercer momento de ese proceso se inaugura a partir de 2014, cuando la paridad se eleva a principio Constitucional y entonces ahora sí, comenzamos a construir un terreno más parejo.

De estas siete décadas, sin duda alguna el momento más relevante fue la Reforma de Paridad en Todo celebrada en 2019 y que obliga a la paridad transversal y a la presencia paritaria de mujeres y hombres en toda la administración pública, en cada uno de los tres poderes y ámbitos, lo que lleva ahora sí a la paridad a una ocupar una posición realmente más proporcional entre el poder público y la ciudadanía.

Sin embargo, en estos últimos 20 años en los que se ha aplicado un modelo diseñado para ampliar la representación y acercar la igualdad al poder público de nuestro país, ha habido una realidad muy clara: tanto en su momento las cuotas como ahora la paridad se cumplen en la postulación –claro, son obligatorias– pero no en la representación. Es decir, las mujeres no llegaban a los cargos porque lo que sucede es que no se está votando en forma significativa por ellas y entonces en órganos colectivos como los congresos, la cantidad de curules y escaños se complementa con mujeres plurinominales, lo que no sucede en los cargos unipersonales por elección directa.

Pero cuidado, porque no que hay que colocar en el centro del análisis a la paridad en sí misma, sino a la forma en cómo la misma está siendo aplicada.

La presencia de mujeres en la mitad de los cargos de representación y de gobierno debería permitir que la población femenina a la que se gobierna y a la que se representa se sienta incluida, escuchada, tomada en cuenta. Por eso es que afirmamos que la paridad enriquece la democracia y se convierte en un ingrediente sine qua non para que ésta exista. Pero lamentablemente poco está representando esa renovación de la clase política que se esperaba, pues en muchos casos los grupos que acaparan el control político son quienes siguen decidiendo, y si en ese distrito o en ese municipio su partido resuelve que “toca mujer”, entonces recurren a figuras cercanas –en la mayor parte de los casos con una relación de parentesco– que significan simplemente la continuidad de su mismo control político.

El problema es que esas mujeres electas candidatas no representan a la población femenina de sus ciudades o distritos, sino la prolongación del poder político que estos grupos y los hombres que están a cargo, ejercen.

No hay –por tanto– una renovación ni de la representación en sí misma, ni de la inclusión de voces históricamente excluidas del acceso al poder. Y eso es lo que necesitamos defender.

Ente este panorama hay varios frentes sobre los cuales es indispensable actuar: sin duda alguna la principal tarea la tienen los partidos, pues es inaplazable que entiendan que la paridad debe renovar la representación, no ser una mera herramienta para la prolongación de las mismas fuerzas que ejercen el poder.

Pero también ante ello las mujeres tenemos varias tareas que hacer y que están colocadas en la agenda de lo urgente: necesitamos aprender a comunicar nuestras acciones para tener una mayor proyección que eleve nuestra rentabilidad política. Si somos competitivas electoralmente, los partidos serán quienes nos busquen y no al revés. Porque no tiene nada de feminista ni es acorde con la paridad decir que todo lo que hemos construido se lo debemos a tal o cual señor. En realidad, nos lo debemos a nosotras mismas y a nuestro trabajo y compromiso. Desde ahí debe comenzar el gran cambio de “chip” que transformará la forma en cómo la política se ejerce.

También la ciudadanía tiene responsabilidades por hacer. Hay que dejar atrás la misoginia interiorizada que nos lleva a formular planteamientos tan arcaicos como “debería ser por preparación y no por obligación que se postule a las mujeres”. ¡Uy! Si contamos la enorme cantidad de hombres incapaces que están en el ejercicio de alguna responsabilidad pública – como en Veracruz hay varios - nos quedaríamos sin gobernantes. Vamos ya cambiando el juego del poder, porque ya probaron su ineficacia.

Finalmente –y lo más importante– es que entendamos que “cuerpo de mujer no garantiza conciencia de género”. Esta frase era un lema del movimiento feminista en los años 70 y aplica perfecto en la actualidad.

Sí – hay que decirlo -  hoy la paridad trae a varias mujeres postuladas que son reproductoras del sistema patriarcal al que sirven. Así pues, es la hora de colocar la agenda por delante, pero no solo la agenda de lo que se promete que se hará, sino la agenda de lo que se ha hecho. Ese tip nunca falla a la hora de desmitificar imposturas.

Entonces, hagamos de la paridad una oportunidad para renovar el poder público y de ampliar la representación política para que quienes somos más del 52 por ciento de la población, al fin, estemos representadas.

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