Estoy llegando a mi casa, después de pasar unos días en Valle de Bravo. No sé porqué para ir allá, siempre tenemos que planearlo varias veces,  como si no tuviéramos muchas ganas de emprenderla, sin embargo, en el momento de tomar camino y probar nuevas rutas –hemos descubierto otras aparte de la de Temascaltepec- empieza el panorama a alegrarnos el ánimo.

           

     En esta temporada de agua el campo es una delicia: ver esos sembradíos  de tamaños y formas y colores diversos. Ver esos árboles tan llenos de vida, tan lavaditos.  Me maravilla la infinidad de tonos de verde que puedo encontrar y seguir encontrando.

         

     Esta vez buscamos una autopista que ahorra una hora de camino para llegar allá. No teníamos claras las indicaciones, pero mi hija se puso aventurera y nos lanzamos a buscarla. Para nuestra sorpresa y gusto encontramos, en las casetas que nos topamos,  personas       amables y deseosas de ayudarnos y así dimos fácilmente con ella. No nos ahorramos esa hora por el tiempo de las explicaciones y el retorno de un tramo errado, pero nos sirvió conocerlo ya para el regreso y en verdad, fue una hora menos.

           

     Este nuevo camino nos ofreció un paisaje hermoso: valles extensos, llenos de vida, cuajados de caseríos. Y montañas majestuosas.  Una belleza que nos inundó de alegría el alma.

           

     Ya allá nos tocaron unos días de agua, clásicos de la temporada y del lugar, pero un buen clima pues con un sweater era suficiente, pero también dos días de sol, de cielo azul y nubes de gran esplendor. Y como siempre, al regresar, nos invadió un dejo de tristeza.

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