Esto de aquerenciarse a vivir en grupos tiene sus asegunes. Aunque cada quien tenga su lugar, siempre habrá vecinos: tan dueños y señores como uno mismo de su espacio, pero muy cerquita; lo suficiente para percudirnos la convivencia.
Cuando yo era muy niña, vivía en la misma cuadra una viejecita que me resultaba muy incómoda: Doña Ene, que dicho sea de paso era un pan de Dios. Para mi desventura, el pan de Dios había sido enfermera y sabía inyectar. Cuando a mi pediatra se le ocurrió engordarme a punta de complejo B, la viejita estaba muy a mano y recibió la encomienda de convertir mis magras pompas en su alfiletero. Cada tercer día mi madre tenía que buscarme por toda la casa, sacarme de debajo de la cama y llevarme a rastras a recibir el arponazo. Nunca engordé y le agarré tirria a las jeringas.
Con las Olimpiadas de 68 vino casa nueva. A un lado un lote baldío (del que más adelante me ocuparé) y al otro una familia con tres vándalos disfrazados de niños que desde el primer momento nos cayeron muy gordos a mis hermanos y a mí. Por un par de años nuestra única interacción fue lanzarnos bodoques de lodo por encima de la barda y espiarnos entre enredaderas. Pronto se mudaron.
Años después, ya en la universidad, voy a dar a la comida de un amigo de otro amigo del entonces novio y para mi bochorno el anfitrión era el tal “Piri”. Más deslenguada que penosa le pregunto si no es el mismo Piri de las guerras de lodo y que me reconoce, caray. Si yo seguía igualita pero sin trenzas. Afortunadamente la vieja animadversión no pasó a mayores y hasta nos caímos bien en cómplice consciencia de nuestra mutua barbajanería infantil.
Años después brotó un adefesio en el lote baldío. Ahí vivió por más de treinta años una pareja sin hijos y con criadero de perros de jalar trineos. El criadero estaba repartido por todos los cuartos y al patio del frente le dieron uso de cochera y meadero. La sirvienta en lugar de levantar cacas, echaba manguerazos y dejaba correr el mugrero hacia la calle, por enfrente de mi casa y bajar hasta la alcantarilla que terminó tapando. El perfume de amoniaco es horrible. Nunca hubo manera de convencer a la vecina de que mudara el cochinero a su jardín de atrás o le cambiara la manguera a su muchacha por escoba y recogedor.
Cuando me casé viví en un risueño condominio en Tlalpan. Catorce familias compartiendo áreas comunes. Catorce casas divididas por muros delgados. Mi vecina de la casa tres era una chilena triste, recién divorciada y adorable. Muy civilizada. Duró poco y se volvió a su tierra. Llegaron nuevos vecinos con quienes hice buena amistad. Todo bien.
Ah, pero en la casa uno…
En la casa uno vivía un licenciado, con su mujer jetona y sus cuatro hijos maleducados (dos licenciaditos en ciernes y dos jetoncitas en formación). Cuando la escuincla mayor olvidaba cargar sus llaves, se prendía del timbre de mi casa, aunque fuera de madrugada, para que mi marido o yo le abriéramos la puerta de la calle. Ignoro cómo pretendía entrar después a su casa vacía, si pensaba que dormiría el resto de la noche en el sillón de mi sala o si rompería el vidrio para colarse por una ventana a la suya. Mi enfado siempre fue mayor que mi curiosidad.
Subían y bajaban los dos pisos de escaleras de madera dando chancletazos aunque no fueran horas y compartían cumbias y rancheras a todo volumen con su servidora, incluso durante la siesta.
Además, invadieron las áreas comunes (infringiendo el reglamento del condominio) con una fuente de mármol con Venus y luz verde muy kitch y un juego de jardín de mesa, sillas y banca de parque. Metían hasta cuatro coches donde solo cabían dos estorbando el paso de los demás. Bueno: nos daban a todos y a diario creativas pruebas para ejercitar la tolerancia. Donde sí se armó la trifulca fue cuando al votar por nuevos colores para pintar el condominio, aunque el gusto general se repartía en los tonos cálidos del ladrillo, la arena y los terracotas, ellos se amacharon en un verde “Fruit cake”. Como digo: eso si fue el acabose. Les echamos montón y siendo minoría, se amolaron y pintamos como quisimos. Ah, también pasamos a ser nosotros los vecinos incómodos.
Ahora recién llego a otra comunidad. Todos se ven amables y respetuosos. No me quiero hacer ilusiones, pero creo que acá no encontraré vecinos desagradables. Espero no ser yo el prietito en el arroz.
Comentario
Va!!!
jueves por la tarde noche esta bien?
Ñiña... tenemos velada de cafecito pendiente. La semana entrante??? di cuándo que no sea miércoles, va?
Renata amiga, espero que no tengas vecinos incomodos, aunque seria un verdadero milagro, de verdad lo deseo de corazón, en cuanto a ti, eres una dulzura de mujer, culta, preparada y con un carisma envidiable, la vecina que al menos a mi me encantaría tener, saludos mi buena amiga y sigue disfrutando tu nueva casa, un abrazo
Bienvenido a
Mujeres Construyendo
info@mujeresconstruyendo.com
© 2024 Creada por Mujeres Construyendo. Con tecnología de
Insignias | Informar un problema | Política de privacidad | Términos de servicio
¡Tienes que ser miembro de Mujeres Construyendo para agregar comentarios!
Únete a Mujeres Construyendo