Tiene el cabello lacio y muy negro, una mirada penetrante y está sentada en la entrada de un antiguo cine que hace esquina con la Gran Vía en pleno centro de Madrid. Es mediodía y cientos de turistas ya abarrotan los comercios y cafeterías de esta calle peatonal; los hombres que pasan la observan a ella y a sus compañeras paradas a lo largo de la calle. Su corta minifalda y el profundo escote de su blusa blanca dejan al descubierto su piel morena y muy poco a la imaginación, “es mejor, así el cliente sabe bien lo que va a obtener por su dinero”. 

Graciela es de Paraguay, tiene 19 años; como cientos de mujeres en Madrid ejerce la prostitución y su historia dista mucho de ser única. La trata de mujeres de todas partes del mundo, pero especialmente de América Latina, África y Europa del Este es una constante en España. Las bandas organizadas hacen grandes negocios trayendo a estas mujeres muchas veces con engaños, diciendo que trabajarán como secretarias o limpiando casas pero al llegar aquí son sometidas y obligadas a prostituirse. 

En otros casos, como el de Graciela las jóvenes son contactadas en comunidades pobres de Brasil, Paraguay, Colombia o República Dominicana; a algunas les dicen la naturaleza real del trabajo y les prometen dos mil euros al mes, después por supuesto, de que hayan pagado su deuda, la cual incluye los gastos de pasaporte y visados (muchas veces falsos) y el pasaje de avión, el que, como a Graciela les muestran que es redondo “para que puedan volver en el momento que quieran”. 

Al llegar todo se desmorona. Una vez en el aeropuerto las llevan a su nuevo “hogar”, les entregan su indumentaria de trabajo y ya desde ahí las despojan de sus documentos de identidad, teléfono celular y cualquier medio que les permita comunicarse con el exterior y demostrar quienes son. Los dos mil euros no son una mentira, para Graciela esa fue su “cuota” de inicio “si no lograba al menos mil quinientos me golpeaban”. Trabajando en distintas ciudades de España, desde bares hasta la calle, el promedio de ingresos que generan las mujeres víctimas de trata es de 45,000 a 50,000 euros mensuales. 

Durante los primeros once meses ella no recibió un solo euro, pues todo ese dinero era para pagar la deuda que cada vez se incrementaba más; “me ponían multas de diez o quince euros si hablaba mal a un cliente o si decían que éste se había quejado de mi servicio; al principio también me multaban ‘por no enseñar mucho’ o por tardar más de la cuenta”. A todo eso se sumaba el cobro que le hacían por su vestuario, por la vivienda y la comida, entre 30 y 80 euros diarios dependiendo de la ciudad. 

Con tales condiciones y las golpizas que recibía de cuando en cuando, a las tres semanas trató de escapar pero la descubrieron y le dieron tal paliza que permaneció tumbada en cama por una semana. Por supuesto los golpes disminuyeron “al principio me golpeaban mucho, en el estómago o en las piernas, donde los clientes no pudieran protestar mucho por la mercancía maltratada, pero luego sólo lo hacían de vez en cuando”.

Después de esos largos meses Graciela logró pagar la deuda y quedar libre, le dijeron que podía quedarse con ellos o hacer lo que le viniera en gana. Ella eligió salirse y la echaron con sus pocas pertenencias, sin papeles y por supuesto sin un centavo. Sin forma de volver a casa y sin dinero recurrió nuevamente a la prostitución, aunque ahora el dinero que gana es para ella misma “ahora hasta envío dinero a casa”, aunque, me confiesa su familia en Paraguay piensa que trabaja en una compañía como asistente; por ello no usa su nombre real.

El caso de Graciela es paradigmático pues a final de cuentas, en opinión de algunos, la prostitución (sea en España o en otros países europeos) es una cuestión voluntaria; se dejan de lado, sin embargo, las causas que la orillaron (como a muchas otras) a trabajar en ello. La pobreza, el desempleo, los conflictos violentos y la ignorancia son los principales motivos que empujan a estas jóvenes a dejar su país y su familia para después verse sometidas en una espiral de violencia y decadencia que en muchos casos puede no terminar nunca. Solas, sin papeles y muchas veces ignorando por completo el idioma del país en que se encuentran, el miedo se convierte en parte de sus vidas cotidianas.

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