Doña Marta, de 74 años, fue al banco a cobrar un cheque para tener efectivo. La cajera le explicó que primero tenía que liberar el cheque en la aplicación o en el portal. Ella no puede usar ya el portal porque le exigen tener una app para usarla como token.  Doña Marta, como muchas personas de su rango de edad,  no tiene teléfono inteligente, ni planea tenerlo. Salió confundida, frustrada y angustiada con la sensación de que el sistema ya no estaba hecho para ella. Su caso no es aislado: en México según la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares (ENDUTIH) 2024, sólo 42.1 %  de las personas de 65 años y más usan internet. Obligar a toda la población a digitalizarse no es modernización: es una nueva forma de exclusión, sobre todo cuando no se les brindan las condiciones para lograrlo.

El debate sobre la inclusión digital de las personas mayores suele reducirse a la pregunta de si tienen o no acceso a internet o a un celular, sin embargo, la realidad es más compleja. Acceso no significa uso y uso no significa habilidades. Muchas personas cuentan con un dispositivo o conexión, pero no lo emplean en actividades cotidianas más allá de llamadas o mensajes básicos. Inclusive cuando lo usan, carecen de habilidades suficientes para resolver problemas técnicos, navegar con seguridad o confiar en lo que están haciendo. El acceso, por sí solo, no garantiza participación plena en la vida digital.

Tampoco todas las personas mayores enfrentan la brecha digital de la misma manera. Factores estructurales la amplifican y la vuelven más profunda. La ubicación geográfica es una de ellas. Mientras en México el 86.9 % de la población urbana usa Internet, en zonas rurales sólo 68.5 % lo hace. La educación es otro factor: quienes tienen menor escolaridad reportan menos confianza digital. Los ingresos también marcan diferencias, ya que los hogares con menos recursos dependen de planes de prepago con datos limitados. Estar conectada sigue siendo un lujo. El género es determinante: las mujeres mayores, que en su juventud tuvieron menos acceso a educación y empleo formal, están hoy más rezagadas en el uso de tecnología.

A estas barreras estructurales se suma un fenómeno más silencioso, pero igual de poderoso: el edadismo interiorizado. Muchas personas mayores terminan autoexcluyéndose porque han internalizado mensajes como “ya estoy grande para aprender”, “si le pico mal voy a borrar todo” o “eso no es para mi edad”. Este miedo no surge de la nada: se alimenta de experiencias negativas, de la falta de acompañamiento, del aislamiento, la soledad y de tecnologías poco amigables. Estudios interculturales sobre la brecha digital “gris” muestran que la percepción de inutilidad o incapacidad pesa tanto como la falta de infraestructura. Sin embargo, reducir la exclusión digital a un asunto de “miedos” sería injusto. La realidad es que muchas instituciones refuerzan el edadismo al cerrar alternativas presenciales, consolidando la idea de que quien no se digitaliza simplemente se queda atrás, como si fuese un problema individual y de malas decisiones particulares.

A nombre de la modernización, bancos, servicios, empresas y dependencias públicas han comenzado a eliminar opciones no digitales. Trámites que antes se resolvían en ventanilla ahora sólo se hacen en línea; los bancos cierran sucursales y trasladan operaciones básicas a las aplicaciones móviles; incluso las citas médicas de muchos espacios relacionados con la salud se concentran en plataformas digitales. La tecnología ha llegado para quedarse y por supuesto, brinda beneficios en muchos contextos, pero no en todos. El problema no es que existan opciones tecnológicas, sino que se eliminen las presenciales. Forzar a una persona de 85 años a pagar todo por aplicación o a depender de un portal web para acceder a servicios de salud no es inclusión: es exclusión encubierta.

Es justo aquí donde hace falta empatía, tanto individual como institucional y organizacional. No empatía tecnológica, no empatía digital, sino empatía humana. Envejecer con dignidad también significa tener derecho a decidir no digitalizarse. Quien quiera aprender debe tener apoyo, formación adaptada y herramientas accesibles. Quien no quiera, tiene el mismo derecho a seguir pagando en ventanilla, a hablar con una persona real por teléfono, a recibir información en papel. La inclusión digital, para ser verdadera inclusión, debe ofrecer opciones, no imponerlas y desarrollar “alternativas” que no consideran las particularidades de un segmento de la población que tiene requerimientos y vive en circunstancias muy específicas. En términos de políticas públicas, es absolutamente necesario que se construya un andamiaje institucional que posibilite que las personas que no pueden acceder a la tecnología y entrar a la carrera por la superdigitalización no queden al margen de servicios y derechos fundamentales.

El verdadero reto no es digitalizar a todas las personas mayores, sino garantizar que nadie quede fuera de los servicios a los que tiene derecho o a la información que requiere tanto para tomar mejores decisiones como para vivir en condiciones plenas por no querer o no poder hacerlo.

En una sociedad que envejece aceleradamente, el derecho a la tecnología debe ir de la mano del derecho a decidir cómo queremos vivirla. El futuro tecnológico también tiene que ser un futuro para envejecer con dignidad, no en la periferia de las posibilidades.

Publicado en Animal Político el 23 de septiembre del 2025.

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