Todo pasó tan rápido y la verdad juraba que las noches eternas al lado de una cama de un niño con fiebre, ronchas, pesadillas, huesos rotos y monstruos jamás acabarían, así como los kilos de baberos, mamelucos y todo aquello que como magia un momento estaba limpio y al siguiente no.
El cambio es igual de vertiginoso que el de la primera infancia, porque así como un día comenzó a caminar como un astronauta que pisa por primera vez la luna o a decir sus primeras y enredadas palabras hoy, con casi 12 años, es capaz de hacerme ver realidades que ni yo misma veo o de indicarme caminos que por la edad se me han olvidado.
A veces lo sigo tratando como un niño pequeño y él solo me mira con paciencia hasta que un día anuncia con la misma fuerza de los vientos un "ma, tienes que sumir que ya crecí " y mi corazón aún desea traerlo pegado al cuerpo en un rebozo y mitigarle cada uno de los golpes como en aquellos días en los que comenzaba a caminar.
Ya no es un niño y lo sé porque algunas mañanas le miro los secretos y veo como sale bañado en loción o la manera que tiene de pararse frente al espejo para analizarse durante muchos minutos sepa Dios qué, y percibo sus cambios, porque además todos los días me hace notar sus crecimientos al pararse junto a mi y decir un certero "ya casi te alcanzo Mariángel".
Y casi quiero gritar al tiempo que se detenga, que no me arrebate a mi niño, que aún quiero acunarle entre mis brazos cuando tiene miedo o dormirlo cantando a media voz un Duerme Negrito, pero el tiempo no sabe de sentimentalismos y pasa sin ninguna compasión, es entonces cuando comprendo la mirada sabia y nostálgica de las mujeres mayores cuando me decían "disfrútalo, crecen tan rápido".
Dejé de recoger bloques de Legos y carritos tirados por toda la casa, ahora solo alzo mis nostalgias muy calladita y le miro con orgullo cada uno de los centímetros que me crece, como si cada uno de ellos lo acercara más al cielo y lo alejara más de mi, cosa que es maravillosa pero mi maternidad y todos sus apegos algún día habrán de terminar de trabajar.
De pronto me he descubierto mirando con recelo a alguna de las niñas que sin mayor respeto le miran los pasos, hasta que un día me descubrió y con un tirón de manos y la boca muy apretada me dice un "qué le ves, déjala en paz" y aunque mi corazón no lo entendió mi razón sabe que esa niña no será la la última que defienda de mis celos de madre y tengo que aprender a fluir con ello.
A veces, cuando era muy pequeño y sus ruidos constantes impedían que dormitara los cansancios propios de cuidarlo pedía un momento de paz, sin saber que ese llegaría con el tiempo y que sus ausencias serían más prolongadas y que de pronto tuviera planes ajenos a los míos, dejándome la casa en un silencio sepulcral y a mi recorriendo con la mirada su habitación vacía y esos juguetes que ya usa cada vez menos.
Me tardé mucho en comprender que mis esfuerzos por ser alguna de esas estereotipadas madres perfectas que la sociedad se empeña en reproducir me perdí muchos momentos importantes, que cada día con los hijos es único aunque nada pase porque al llegar la noche todavía estás con ellos en casa y aunque ya no encuentras el olor a bebé en su nuca si eres capaz sentir ese mismo amor al pasar los dedos mientras duerme entre el cabello azul que se ha empeñado en hacerse crecer .
Y aunque el dolor que causa el desapego de los hijos llegue en oleadas profundas hoy empiezo a adquirir aquella sabiduría de mis ancestras y disfruto, disfruto cada momento mágico con mi niño pequeño que está a pocos centímetros de alcanzarme solo porque sé que el tiempo pasa muy rápido y ya no estoy dispuesta a perderlo.
Porque sé que vale la pena vivir en plena consciencia de que los cambios seguirán y habría días en que no reconoceré a ese producto de mis entrañas, sé llegarán más ausencias pero con ellas también la certeza de saber que desde el corazón hice bien mi trabajo al preparar cada día un crío que sea capaz de volar con alas propias.
¡Tienes que ser miembro de Mujeres Construyendo para agregar comentarios!
Únete a Mujeres Construyendo