Fueron semanas de reencuentros, de constantes charlas con las mujeres que, estando o no en cada uno de mis pasos, han formado parte de mi vida y que me dan la certeza de que es entre mujeres reales entre las que una encuentra y retoma sus propias fuerzas. 

Desde acompañar a mi madre, antes fuerte como un roble, ahora tan cercana a ser un junco, inamovible y  a la vez frágil, con esa mirada de sabias que les nace a las mujeres al paso de los años, ese reconocerme en sus manos y en el andar de sus pasos, y saber ya sin rencores, que cada día me parezco más a ella.
Reencontrarme con amigas de la infancia y adolescencia, en esa especie de aquelarres de reconocimiento femenino, en los que cada una se fortalece a través de las palabras de la otra, en los que una recuerda lo que era y un buen día y sin avisos dejó de ser, y me llegó esa visión de la infancia, en el que era una niña escuálida de ojos vivos con una pasión por la vida y sus constantes movimientos.
También bebí cervezas con la chica silenciosa de la secundaria que jamás fue de mis mejores amigas, pero que en secreto siempre quise que lo fuera, y que en menos de tres horas me resumió su vida y en cada una de sus palabras encontraba enredada una parte de la mía,  y que en una noche de martes me enseñó que las apariencias engañan, que no todo siempre permanece y que las mujeres, cada día, experimentamos cambios imperceptibles pero fundamentales.
Me recordó también la adolescente que fui, y la mujer que todavía soy, el agua de todos los moles, pero con su receta secreta y personal para enfrentar la vida, formando parte de todos los círculos de amigas pero siempre dueña del suyo, impenetrable y feliz.
Luego llegó la reunión periódica con las amigas de la universidad, antes eramos seis, ahora solo quedamos cuatro, y aún con el paso de los años seguimos discutiendo las mismas cosas, la forma en la que ostentamos la corona de la vida, las dudas constantes que jamás desaparecen con el tiempo, y la promesa de discutirlas de nuevo pero con diferentes ángulos durante la próxima reunión.
La transición de un año a otro nuevo la pasé con otra de esas amigas que nunca lo fueron pero siempre quise  que los fueran y con antifaces, cerezas y aceitunas contamos las dos las 12 campanas que nos llenaron de alegría, corrimos por las calles para mirar los fuegos artificiales y bailamos como posesas al ritmo de canciones que apenas conocíamos, lo que siempre amé de ella es la facilidad con la que cambia de página, sin aferrarse en soliloquios sin sentido y con esa sonrisa amplia con la que acapara los goles que pretende meterle la vida.
Y después, entre mezcales y confesiones que nos hemos hecho a cuentagotas durante al menos 20 años de amistad, llegó la reunión con las amigas de la preparatoria, con las que jamás me canso de devanar historias, pelarlas con la paciencia que se desgrana una mandarina y reencontrar, otra vez, lo que eramos y aún , tras las capas de la edad y las barreras que nos hemos impuesto para evitar algún descalabro, seguimos siendo.
Durante al menos siete días aprendí que mi riqueza como mujer no radica en las miradas que me avientan de vez en vez los masculinos, ni sus constantes invitaciones a gozaderas bacanales, tampoco sus promesas llenas de sinsentidos, ni siquiera si cuento con uno a mi lado.
Entendí entonces que mi valor no radica en mi estatus civil ni económico, ni si soy casada y sumisa o no, sino más bien en la capacidad de estar entre mujeres sin sentirme amenzada por la competencia de ver quién tiene las tetas más grandes, el mejor título universitario o el esposo soñado, mi valor radica en la capacidad de aprender de cada una de ellas, de saber que están, lejos o no, pero que en el morral de mi vida cargo con cada una de sus historias para fortalecerme cuando la vida me golpea.

Twitter: @Miss__Ovarios
http://mariangel-elovario.blogspot.mx/

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