Publicado por primera vez en Otoño 2010 

“Me opongo a la violencia, porque cuando parece causar

el bien éste sólo es temporal,

el mal que causa es permanente.”

Mahatma Gandhi

Agresión: repentina, sorpresiva, de efecto casi contundente. Desprecio: a la vida, a los derechos fundamentales de cualquier persona... de mi persona. Vulnerabilidad: el efecto inmediato...

En días pasados fui víctima de una agresión. Porque así estaba escrito en el libro de mi vida, la consecuencia del ataque sufrido se redujo a trámites para recuperar documentos oficiales y reparar los daños materiales sufridos. No obstante, ese momento está grabado en mi memoria sensorial de manera nítida... En un resquicio de mis pensamientos, deambulan frases que inevitablemente comienzan con el fatídico verbo para mí de conjugación inexistente: ‘si hubiera...’ Y el cuestionamiento, necio, se plantea, y se autoproclama vencedor del sueño necesario suplantado por el insomnio.

La sensación instantánea de vulnerabilidad, de sentirme ajena en aquel espacio mío de repente invadido por un sujeto que en cada movimiento reflejaba un desprecio absoluto a mi desconcierto, mi integridad y mi vida, es una de esas huellas que, sin duda, determinarán muchos de mis movimientos futuros. Sin embargo, yo tuve y tengo opción: tuve la opción de alejarme del agresor, de encontrar refugio y sentirme protegida; tengo la opción de cuidar mis pasos y hacer el máximo esfuerzo por defender a toda costa mi integridad. Y entonces, en medio de la noche, el ‘si hubiera...’ es súbitamente derrotado por otro pensamiento menos individualista, y que, a pesar de ello, me duele más: ¿y qué opciones tienen las ciudadanas y los ciudadanos de Chihuahua, Tamaulipas, Sinaloa y el resto de los estados que padecen de una zozobra continua? ¿Qué opciones tienen las mamás de miles de niños y niñas que, camino a la escuela, son sorprendidas por acciones violentas que vulneran no sólo su espacio, sino su derecho a una vida libre de todo tipo de violencia?

Ahí, entre estadísticas y reportajes, se asoma un hecho irrefutable: la agresión a una persona, sin duda, agrede a la sociedad entera; el ataque a los habitantes de un municipio, ataca a México entero. Porque cuando se altera la paz y tranquilidad de una maestra, un obrero, una estudiante, un servidor público, un ama de casa, y, en general, de cualquier persona que habite en este país, se transgrede el derecho a la vida, y a todo lo que ello implica.

No soy capaz de imaginar la sensación de inseguridad absoluta que se ha de sentir cuando, después de la detonación de una granada, un bloqueo de calles, o un tiroteo a media noche, los titulares de los periódicos anuncian que ‘la situación está controlada’. No soy capaz de imaginar lo que se teje en las mentes de nuestras niñas y niños que, un día sí y otro también, ven pasearse a la muerte frente a su ventana, sin mayor refugio y protección que las caricias de su madre (si es que esa suerte tienen) mientras les susurran suavemente al oído: ‘no te preocupes, todo estará bien’...

Ni está controlada la situación, ni son suficientes esas caricias para que todo esté bien. Es urgente voltear la mirada a los daños reales que tenemos frente a nosotros: la niñez y la juventud de México, este gran país, están dañadas... nuestro futuro como sociedad, ya ha sido dañado. Quienes tenemos opciones diferentes, también tenemos obligaciones diferentes: la obligación moral de promover una reconstrucción real de esquemas, políticas, y porqué no, hasta de estereotipos. Evitemos que ese daño sea irreparable. Evitemos que la violencia se un estilo de vida...

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