La censura sobre las mujeres es el espejo más nítido del miedo del Poder: el temor a que la palabra femenina rompa la obediencia. No es un pie de página de la historia, ha sido un hilo central que atraviesa siglos. ¿Qué revela ese hilo sobre quienes ejercen el poder? ¿Qué se castiga cuando se castiga a una mujer que piensa en público? ¿Qué aprendemos hoy de quienes se negaron a callar incluso cuando el costo fue la reputación, el sustento o la vida misma?

Sor Juana Inés de la Cruz encarna el siglo XVII en su máxima tensión: una monja que convirtió el encierro en el convento en laboratorio intelectual y la erudición en acto de insumisión. Su realidad  es conocida, pero no por ello menos perturbadora: críticas desde el púlpito, presiones eclesiásticas y, hacia 1694, la renuncia forzada a su biblioteca y a la escritura. ¿Qué temía el poder eclesiástico: sus poemas o su método? Una de sus famosas frases hoy sigue operando como consigna contra la imposición de la censura: “Yo no estudio para escribir ni menos para enseñar… sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos”. Estudiar no es un “capricho” femenino, es un derecho, y prohibirlo es un acto político, no pastoral. Sor Juana supo usar el silencio como una manera de acusar al Poder que la obligaba a callar.

Con Mary Wollstonecraft el miedo muta en una guerra por la reputación femenina. La escritora publica en 1792 A Vindication of the Rights of Woman y el contraataque consiste en exhibir su vida íntima para neutralizar sus argumentos. ¿Por qué la difamación como tecnología de censura? Porque el patriarcado entiende que si desacredita a la mensajera, desactiva el mensaje. Su línea más citada sigue teniendo vigencia hoy, en pleno 2025: “No quiero que las mujeres ejerzan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas”. ¿Cuántas políticas públicas, incluidas las actuales sobre derechos sexuales y reproductivos, se diseñan, de hecho, para impedir que las mujeres tengan poder sobre sí mismas?

George Sand nos traslada al siglo XIX y a la censura y prohibición del acceso: si no puedes entrar como mujer al circuito literario, inventa un seudónimo. Amandine Aurore Dupin firma primero con Jules Sandeau como “J. Sand” y en 1832 adopta su propio seudónimo George Sand para su novela Indiana. ¿Qué revela este hecho? Que la industria cultural no era (ni es) neutral: ponía aduanas de género en la puerta. El objetivo era poder entrar como igual en una esfera que la leía sólo si creía estar leyendo a un hombre. Sand no se agotó en la máscara y en la forma: en su obra y en sus cartas dejó una visión muy clara que hoy comprenden todas las personas que se saben bajo la mirada de los censores: “Tengo un propósito, una tarea… el oficio de escribir es una de ellas, violento, casi indestructible·. ¿No sigue siendo “violento” escribir cuando el algoritmo y los autócratas en el Poder premian la complacencia y castigan la disidencia?

En el siglo XX la censura cambia de rostro, pero no de lógica. Anna Ajmátova, en la URSS estalinista, fue expulsada de la Unión de Escritores. Una de sus obras ya impresa fue destruida y su  obra dejó de circular. ¿Qué teme un Estado totalitario de una poeta? Que nombre lo innombrable y que preste palabras a quienes no pueden hablar. En Réquiem, su respuesta no es el silencio, sino la memoria: “Son muchas las cosas que aún debo hacer: acabar de matar la memoria, procurar que mi alma se vuelva de piedra, y aprender de nuevo a vivir.” Matar la memoria con palabras para no olvidar.

En Estados Unidos, bajo el macartismo, la censura se vistió de patriotismo y listas negras. Lillian Hellman, dramaturga y guionista, dejó una de las frases de conciencia civil más contundentes del siglo: “No puedo ni quiero  amoldar mi conciencia para adaptarla a la moda de este año” y se refería a la “moda” de dar nombres y denunciar a sus amistades y conocidos. Hellman aceptaba hablar de sí misma, pero se negó a “dar nombres”. ¿Qué nos dice  hoy esa negativa? Que la censura también se combate fijando un límite ético: no sacrificar a otros para salvarse.

Nawal El Saadawi, escritora y médica egipcia, nos trae al presente. Despedida por publicar Mujer y sexo (1972), encarcelada en 1981 y censurada en múltiples países, dejó una consigna que hoy circula en pancartas y aulas: “Digo la verdad. Y la verdad es salvaje y peligrosa”. Sus palabras exponen el riesgo. ¿Cuántas universidades, redacciones y plataformas contemporáneas repiten el gesto del censor con palabras progresistas, normas comunitarias, seguridad del usuario, para invisibilizar denuncias feministas que alteran el confort de los mercados, de la “manósfera” y de los gobiernos? Ojalá fuese una consigna del siglo pasado, pero sigue más vigente que nunca en el actual.

La pregunta obligada es: ¿cómo trascendieron estas mujeres la censura? Sor Juana convirtió el estudio en ética pública: si me prohíben escribir, estudiaré hasta ignorar menos, y ese gesto sigue siendo un alegato contra quienes hoy pretenden decidir qué se enseña o se borra del currículo o quienes pueden o no estudiar y aprender. Wollstonecraft asumió el costo de la difamación “moral” de su vida privada y nos legó una idea-criterio para evaluar instituciones: la autonomía sobre una misma. Sand hackeó la puerta con un seudónimo masculino y nos reveló que los “criterios de calidad” podían ser, en realidad, filtros de acceso. Su táctica fue una denuncia performativa de los sesgos y prejuicios  en el terreno literario. Ajmátova convirtió sus poemas en archivos; cuando el Estado confiscó sus palabras, ella hizo que la memoria sobreviviera en sus versos. Hellman marcó con claridad una línea que no estaba dispuesta a pisar: la libertad de expresión no vale si se ejerce a costa de la conciencia. El Saadawi habló sin negociar con el miedo y asumió que callar no era una opción.

¿Qué sucede hoy? La censura de género se practica también con nuevas herramientas. Informes de Artículo 19 y de UNESCO / ICFJ documentan cómo el acoso digital es una forma efectiva de censura, desde campañas coordinadas hasta la remoción de contenidos, con efectos diferenciados sobre periodistas y activistas mujeres. De acuerdo con CIMAC existen a la fecha 2019 agresiones registradas contra mujeres periodistas, 857 casos de violencia institucional y 20 casos de feminicidio.  No profundizaré aquí, pero también hay que dejar sobre la mesa que quienes detentan hoy el Poder en el país están usando la figura de la “violencia política de género” como herramienta para censurar y limitar la libertad de expresión. ¿Qué temen hoy los poderes fácticos y las plataformas? Temen, como antes, que la palabra de las mujeres mueva recursos, cambie agendas, revele y denuncie abusos. Los instrumentos ya no son sólo el decreto o la hoguera: son el filtro, el strike, el apagón algorítmico amparado en políticas opacas.

Si entendemos la censura como una especie de “diagnóstico del miedo del Poder”, estos casos dibujan el termómetro: fe (Sor Juana), autonomía (Wollstonecraft), acceso (Sand), memoria política (Ajmátova), conciencia cívica (Hellman), verdad peligrosa (El Saadawi).

La contracara es nuestra tarea: enseñar lo que se intentó borrar, citar lo que se quiso ridiculizar, preservar lo que se buscó confiscar, proteger a quienes hoy hablan y son hostigadas.

La historia de la censura de las mujeres es la historia no sólo de su persistencia, sino de la resistencia. El silencio impuesto, la ridiculización o la exhibición de su vida privada e íntima, el borrado o el seudónimo, sus voces han trascendido y es importante visibilizarlas, reconocerlas y no permitir que en el mundo actual se repita esta historia.

El silencio debe ser una decisión, no una imposición.

Publicado originalmente en Animal Político el 9 de septiembre del 2025

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