La censura a lo largo de la historia ha sido una radiografía de los miedos y temores de quienes detentan el poder. Lo censurado cambia de época en época, pero lo que ha permanecido constante es la lógica: callar lo que amenaza al poder hegemónico.
En la Edad Media, la Iglesia temía perder la fe de sus feligreses; en el siglo XX, los gobiernos temieron la subversión política y, de manera persistente, a lo largo de los siglos, el patriarcado ha temido las voces de las mujeres que desafían la obediencia y sus mandatos. Hoy, las corporaciones temen lo que erosiona sus intereses económicos y lo que incomoda a la moral dominante. La censura, en resumen, revela no lo que la sociedad teme sino lo que la sociedad puede arrebatarle al poder.
El primer gran miedo fue religioso. La Iglesia Católica entendió pronto que la imprenta era un arma de doble filo: multiplicaba la palabra de Dios, pero también la de quienes desafiaban su autoridad. En 1559 (o 1564, dependiendo de la fuente) el papa Pablo IV publicó el Index Librorum Prohibitorum, una lista de libros prohibidos que atentaban contra la fe, las costumbres y la moral cristiana. El Index sobrevivió hasta 1966 y en él figuraban desde traducciones de la Biblia hasta autores humanistas y científicos como Descartes, Pascal o Montesquieu. Era un catálogo del miedo: lo que se prohibía era aquello que podía socavar el monopolio de la verdad definida por la Iglesia Católica. Muchos nombres pasaron por la lista de la Inquisición como tribunal y después por la Congregación para la Doctrina de la Fe: desde Giordano Bruno hasta Graham Greene y en el ínter también se encontraban Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, André Gide, Victor Hugo, Teilhard de Chardin, Hans Küng, entre muchos otros nombres. Si bien el último caso de ejecución por herejía en España tuvo lugar en 1826 con el ahorcamiento de Cayetano Ripoll, la censura no desapareció. A Leonardo Boff, teólogo brasileño que difundió la teología de la liberación, se le silenció en 1985 y fue obligado a abandonar la docencia eclesial. Censurar la palabra no era solo proteger la fe: era proteger el poder político de la Iglesia sobre las conciencias de las personas.
Ese miedo político se explica también en clave cultural. El sociólogo Stanley Cohen, en su libro clásico Folk Devils and Moral Panics (1972), mostró cómo las sociedades fabrican “demonios morales” que generan “pánico moral” para justificar medidas de control extremas y sin contrapesos. Lo que se señala como “peligroso”, los comunistas en la Guerra Fría o los capitalistas detrás del Muro de Berlín, los opositores en las dictaduras, los estudiantes en el 68 o, en la actualidad, los “conservadores o detractores”, los que no forman parte “del movimiento” no son tanto una amenaza objetiva, sino un espejo de las ansiedades y miedos del grupo en el poder frente a la posibilidad de perder el control sobre las estructuras de poder.
Frente a todo esto ha habido un miedo que a lo largo de la historia ha sido permanente, constante y transversal: el miedo patriarcal a la voz y poder de las mujeres. La historia de la censura está escrita sobre sus silencios e invisibilización. Sor Juana Inés de la Cruz, en el siglo XVII, fue presionada por la jerarquía eclesiástica a dejar la escritura y vender su biblioteca, reducida al silencio forzado que el poder masculino exigía y obligada a firmar una “Confesión de obediencia”. Nombres en esta lista, lamentablemente no me caben en este texto. Desde Mary Wollstonecraft, hasta Anna Akhmátova, pasando por Dorothy Parker, Nawal El Saadawi, las hermanas Mirabal, Alaíde Foppa y millones más. Sí, millones, porque las conocidas tal vez sean miles, pero millones de mujeres han sido y siguen siendo silenciadas en el mundo por el simple hecho de ser mujeres. El caso más patético en la actualidad son las mujeres afganas bajo el régimen talibán (me niego a ponerlo en mayúscula), quienes no tienen derecho ni siquiera a hablar en público, entre ellas y no pueden ser vistas. Si se atreven a mostrar su rostro pueden ser asesinadas. El miedo en este caso no era ni es a un libro, sino a que las mujeres, nombradas y visibles, desestabilicen el poder heteropatriarcal sobre el cual se ha definido la estructura política del mundo y que ha narrado y explicado la historia tal como la conocemos en la actualidad.
En el siglo XXI, la censura ya no es patrimonio exclusivo del Estado. Hoy los grandes miedos del poder se expresan en versión tecnológica y económica. Plataformas privadas como Facebook, Instagram o X (antes Twitter) han impuesto sus propios filtros, bajo el argumento de proteger a los usuarios. Pero lo que se elimina no siempre es lo más violento o lo que realmente amenaza los derechos de las y los usuarios. Muchas veces son denuncias de acoso, publicaciones feministas o contenidos sobre derechos sexuales los que desaparecen, mientras la pornografía infantil, los discursos de odio o el maltrato animal circulan libremente. Esa selección no es accidental: refleja tanto las prioridades de las empresas, sus intereses y jerarquías, como los sesgos y prejuicios culturales de quienes diseñan las plataformas y los algoritmos.
La censura no es sólo una prohibición: es un diagnóstico del poder. En la hoguera medieval, lo que ardía no era un libro, sino el miedo de la Iglesia a perder fieles y su poder. En la represión política del siglo XX, lo que se callaba era el miedo de los gobiernos a perder el control. En los silencios impuestos a las mujeres, lo que se intenta ocultar es el miedo del patriarcado a perder su jerarquía y dominio. En los filtros tecnológicos, hoy, lo que se invisibiliza es el miedo de las corporaciones a perder ganancias y legitimidad moral.
El reto democrático actual no es sólo proteger la libertad de expresión: es impedir que quienes tienen el poder, político, económico, cultural y patriarcal, sigan decidiendo quién puede hablar y qué puede decir.
Porque si algo revela la censura, es que lo que de verdad teme el poder es perder el control sobre el silencio y la palabra de los demás.
Publicado originalmente en Animal Político el 2 de septiembre del 2025.
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