Hoy fui al peluquero. A lo largo de mi vida he desarrollado verdaderos apegos con el estilista elegido de mi corazón. Tiende a ser una relación con tintes pasionales: le amo o le alucino. Si le quiero soy capaz de desplazarme desde San Jerónimo o Coyoacán hasta la Narvarte y para mí eso es lejísimos; tal es la fuerza del vínculo.

Los peluqueros (no solo el mío) tienen talentos de adivino. Entienden perfecto eso de “quiero un cambio, qué me sugieres… no estoy muy segura pero quiero quedar muy guapa”. Una no completa el deseo ni pule más su petición, pero un peluquero talentoso interpreta que guapa significa una misma hace varios abriles y que más le vale no tomar iniciativas radicales porque nos vamos a desencantar.

Todas tenemos por lo menos una historia de horror a cuenta de un corte desafortunado. A mí el primer peluquero de “Estética”, que me agarró a los catorce años, me dejó pelona como muchacho. Súmenle que nunca he tenido curvas (pero entonces era peor, igualita al mechudo: un palo con greñero) y se entenderá que me haya llevado más de dos años superar el trauma (y tener melena qué cortar nuevamente).

El peluquero tiene vocación de poste de borracho. Se entera de una cantidad de confidencias, que ni el psicoanalista. En el camino vamos depositando en ellos tal confianza que se llega a convertir en fe ciega. He visto mujeres salir del salón con coco de papagayo sintiéndose soñadas, cabezas rasuradas sobre una oreja y  pelo planchado hasta la clavícula sobre la otra, mechas de colorines, copetes de guacamaya, melenas rojas, rojizas y casi moradas. Ni qué decir de las damas morenas de pelo rubio que se pintan una franja oscura en el nacimiento del pelo o estas modernidades de melena castaña hasta la mitad y de ahí a las puntas azul Frida Kahlo. Todo porque “es la tendencia de esta temporada, te verás moderna”. Por supuesto que un estilista sensato no le sugiere esas loqueras a mi madre, por ejemplo. Pero estoy segura de que si le llega una abuela Ye-yé, no le da escrúpulo y la deja como Cachirulo. Al margen, ni me quiero ver moderna ni me importan un rábano las tendencias: ¡me quiero ver… guapa! Chin, solita me agarré los dedos en la puerta.

En fin; con todo y que mi peluquero sabe que soy mala cliente que únicamente lo visita porque no se puede cortar el pelo sola (alguna vez lo intenté y quedé como si me hubiera mordisqueado un chivo), me atiende con paciencia y comedimiento. Unas por otras. En general mis congéneres van a que les pinten o les despinten el cabello, que les pongan güerecencias (cortinillas, mechitas, rayos… ¡se han llamado de tantos modos!), a que les hagan manicure y/o pedicure. Compran el shampoo, el tratamiento nutritivo, el silicón-abrillantador, el domina chinos, el aplasta-lacios, el repara-estropicios… en general distintos potingues que lo que restauran es el amor propio y la imagen.

Eso de que el pelo crece no me consuela. Tal vez ahora sea tiempo de trabajar con mi apego por asuntos tan temporales como un desatino capilar pero, por lo pronto: amo a mi peluquero y seguiré yendo hasta Narvarte. ¿Te ha pasado?

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Comentario de Renata Rodriguez el marzo 10, 2014 a las 10:33am

Jajaja! el "mío" es Oscar.

Comentario de Bertha Calvin Venero el marzo 10, 2014 a las 12:10am

Por supuesto que me ha pasado mi querida Flaquita. También me ha pasado que ante la invitación incluida en la pregunta ¿te ha pasado? caiga yo redondita y conteste de inmediato. Pero efectivamente me ha pasado. 

Me desplazo también hasta la Narvarte para llegar a donde atiende mi amado. ¿que no nos estaremos pedaleando la misma bicicleta chulita? El mio se llama Javier y de cariño Javi. ¿el tuyo?

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