La bolsa.
La tuya, la mía, la de cada una de nosotras. Ese artículo que cargamos por el mundo, que no soltamos ni siquiera dentro de la casa para tenerla siempre a mano. Ese bolso revela más de una misma que una prueba proyectiva y es, indiscutiblemente, símbolo de status (aunque no sea de diseñador).
Empezando por su forma, tamaño, color y estado. Si es sobria y sin mayores adornos (dorados, brillantines, colguijes o parches de distintos materiales) denota una personalidad eminentemente práctica. Así combinará más fácilmente con las demás piezas de vestir.
El color: soy de esa generación que pensó que solo necesitaba una negra, una café, si acaso una azul marino y alguna clara de textil o cestería para los días de verano y playa. Mejor piel que plástico. Ahora no tengo bolsa café porque no me gusta, ni azul marino porque ya no hay que combinarlas con los zapatos. Ah, y dos son rojas, otra solferino. ¿Será que me he vuelto más despreocupada?
El tamaño… me encanta que sean grandotas aunque procuro no retacarlas al punto de que se vean deformes y gordas.
El estado general: Ups! Me temo que dos ya están para la basura. Mientras escribo me doy cuenta de que me quedé atorada en el tiempo en que tuve hijos y cambiaba bolso cuando me quedaba con un asa en la mano y vertía el contenido íntegro en uno nuevo… que se cambiaba hasta que se rompía también. Me debo enmendar porque, cuando soltera cambiaba diario de bolsa, la adornaba con alguna mascada… en fin: no solamente era un artículo muy útil sino un accesorio divertido. Hay que aprovecharlo.
Y luego sigamos con lo que cargamos en ella. Ufff, ahí es donde el análisis se convierte en una herramienta muy eficaz de exploración psicológica.
Revela, de entrada, en qué etapa de la vida nos encontramos. Cuando yo tenía siete años llevaba en mi bolso una latita con la matatena, la pelota, mis lentes A Go-Gó con micas de colores intercambiables, una bola de plastilina, dos chicles y tres pesos por lo que se pudiera ofrecer. Mi bolso era además utilísimo como arma de defensa personal. Varias veces me tundí a bolsazos a un chamaquito que daba mucha lata.
En la prepa cambiaron los contenidos. Un cepillo chico para el pelo, el brillo labial, la cartera con poco más de tres pesos, la pluma, el llavero, los lentes para sol, la libreta de teléfonos, un pañuelo desechable… hacia el final el encendedor y la cigarrera. Bueno, hasta una boquilla para atrapar el alquitrán. Me sentía María Félix de tan glamorosa. Mensa de mí: nunca debí empezar a fumar.
Aquel tiempo de soltería fue añadiendo algunos artículos más: el polvo compacto y un delineador de labios para retocar el rostro en las jornadas largas fuera de casa. Un tubito comprado en el banco de monedas de veinte centavos para cualquier teléfono público (oh, sí, chicas: entonces los celulares todavía no cundían), la licencia de manejo, la credencial de la universidad, algo más de dinero para emergencias, la foto del galán en turno, un paquetito de pañuelos faciales, un frasco pequeñito de perfume y un sustrato permanente de bisbirules de tabaco en el fondo del bolso.
La maternidad marcó un parteaguas importante. Dejé de cambiar bolso a diario y mejor conseguí uno grande para todo uso. La pañalera era solamente para pañales, un cambio de ropa y más adelante comiditos en trastes herméticos. Pero a la bolsa se fueron sumando: una navaja suiza, de las más pequeñas. Fue tan útil que muchas madres acudían a mí cuando había que sacar un chicle del pelo, armar el puesto decorado para la kermesse, sacar mugre de las uñas, retirar una astilla o limar la manicura rota en medio de una fiesta infantil. También era frecuente encontrar tesoros depositados a hurtadillas en su interior por alguno de mis hijos: un caracol vivo, un juguete, piedras lindas que encontraron en el jardín, un puño de cochinillas o medio chocolate derretido para después. Meter la mano para buscar algo a ciegas era asunto de valor casi temerario porque no sabía una qué iba a tocar. Lo más desagradable fue una lombriz chupada de gomita. Ese día grité.
Ahora ya no topo más sorpresas que las que yo misma olvido ahí dentro. Puedo cargar trece papelitos sueltos (que si guardo pierdo porque nunca recuerdo dónde los archivé). Las llaves del coche, las de casa, del despacho, de la bodega: uf! Ahora puedo abrir tantas cosas. Siempre deben estar ahí los lentes para leer, la lágrima artificial por aquello de que se me resecan los ojos, el celular, su cargador, el frasco de homeopatía que me toca al rato, tres tubitos distintos de bálsamo labial…
El único artículo que ya no habita en mi bolso es el cepillo porque se rompió. Tardé tanto en reponerlo que ya no se usa cepillarse. Ahora con aplastar los pelos pasándole los dedos queda una toda a la moda.
Y tu: ¿qué tanto cargas en tu bolsa?
Comentario
Hola Renata, me ha gustado tu post. En la medida que nuestra vida cambia, también cambia el contenido de los bolsos. Cuando mi hija estaba chiquita siempre había algo que sonaba en mi bolso... ps claro algún juguete. Ahora solo uso carteritas ligeras, con lo básico adentro. Qué cambio! Te mando un cordial saludo. fue gusto leerte
Queridas parientas por adopción, son ustedes un encanto Como dice Bertha, el solo hecho de contar con su lectura ya es siempre un obsequio. Que te sueltes, Clau, como hilo de media con su propia experiencia? No tiene precio. Y mira que no nos da por la farmacopea, pero a cierta edad la pastilla para el dolor de cabeza, la de la acidez, el carbón vegetal para la barriga inflada, el gel milagro para el fuerte dolor acá... también aumentarán peso en estos bolsos-maleta con los que nos aventuramos diario a enfrentar el mundo. Un beso a cada una.
Querida Renata,
Caramba! Toda una reflexión derivada de mi bolsa. La mía es un despelote absoluto.
Las tengo, principalmente, en negro y de varios tamaños y formas. Sean como sean, siempre me son insuficientes pues me falta espacio. Ya me dijo el doctor que debo meter menos cosas pues me lastiman la espalda. Salen flaquitas en la mañana y regresan gordas, gordas.
En mi bolsa tìpicamente encontrarás: cartera (gorda gorda, pero de papeles y ahora monedas con aquello de los parquímetros. ¡No de billetes!), plumas, muchas plumas. Aviso, las tomo prestadas de manera casi permanente. Si estás cerca de mi, cuida tu pluma pues es probable que la tome para escribir y en lugar de regresártela, la guarde en mi bolsa. Al final del día, siempre hay plumas nuevas en mi bolsa, y las mías no están, las dejé en alguna parte. Cepillo de dientes y pasta, simplemente, no lo puedo dejar. Plumón fosforescente, algo es necesario marcar en algún libro, libreta o es necesario resaltar galo en un documento. ¿Cepillo? No. Encontré uno para bolsa chiquitito, redondo que lo abres y tiene microespejo (que casi no uso tampoco). Con mi nuevo peinado, le hago como tu, me despeino y estoy a la moda (aunque me lleva el mismo tiempo despeinarme bien que peinarme). Libreta, eso si, no puedo salir a la calle sin una libretita chica tamaño Moleskine por lo que se me ocurra anotar, la inspiración que se aparece de vez en cuando, un dato que vi en la calle y que es indispensable registrar y para llevar el récord de la gasolina: cuándo cargo, en dónde, cuántos litros gasté y cuánto duró el tanque. A veces va la libreta que uso siempre en el trabajo y hasta el iPad. Va, por supuesto, el celular con el enchufe correspondiente, a veces también el del iPad. Estuche de lentes: van dos en uno, para ver de cerca y de lejos. Un brillo labial, que nunca encuentro y cuando lo encuentro, ya no lo necesito. Las llaves (el de San Pedro debe parecerse al mío), tarjetero con las tarjetas de presentación, las mías y las de las personas que me dan las suyas… y bueno. Creo que con esto ya puedes hacer un estudio socio-psicológico...
Besos Flaca, es una delicia leerte.
Flaca querida;
Tomas lo simple y cotidiano y bien lo conviertes en estudio psicológico o nos llevas a navegar por tiempos remotos que por momentos parecen el parque jurásico o bien todo junto. Como siempre, es una aventura y una delicia el leerte y un regalo encontrarme con tus escritos cuando entro por aquí.
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