Entre aceptar y entender, me convenzo cada vez más de que en el corazón de una vida plena no está una meta final, sino una experiencia: la vitalidad. Ese impulso que a veces se percibe como una descarga sutil detrás de lo cotidiano, una claridad momentánea o algo imposible de nombrar.
Joseph Campbell lo expresó de forma brillante cuando dijo que la mayoría no busca el “sentido de la vida”, sino una experiencia de estar vivos. No siempre como éxtasis, pero sí como conciencia del hecho mismo de existir.
La vitalidad, sin embargo, no es constante: va y viene. No equivale a la felicidad, porque también se manifiesta en medio de la tristeza, el cansancio o la frustración. En mi trabajo, por ejemplo, la vitalidad no surge porque cada tarea sea un placer puro, sino porque me siento plenamente implicada. Lo mismo ocurre en las relaciones: no desaparecen los desacuerdos, pero la conexión es más real.
Y aquí surge una pregunta clave: ¿me lleva esto hacia algo que me hace sentir más viva?
Vitalidad y el espejismo tecnológico
Lo que me sorprende, en cambio, es cómo en muchas conversaciones sobre inteligencia artificial la vitalidad ni siquiera aparece como criterio. Se habla de productividad, eficiencia, innovación… pero rara vez de qué nos hace sentir vivos en medio de todo esto.
Quizás por eso percibo que la vitalidad falta en gran parte de lo que producen herramientas como ChatGPT. Pueden ser útiles, pueden engañarnos con su calidad, pero rara vez palpitan. Y cuando me doy cuenta de que algo fue creado por IA, suele perder esa chispa.
Lo mismo ocurre con visiones como la de Mark Zuckerberg, que imagina combatir la soledad con “amigos artificiales”. Un acompañamiento perfecto en todo, excepto en lo esencial: la conciencia real de que existes.
Más preocupante aún es cuando la vitalidad se evapora de los entornos laborales. El reciente memorando del CEO de Fiverr, advirtiendo que la IA quitará empleos y que solo quienes trabajen más rápido y duro sobrevivirán, parece un ejemplo claro de cómo el miedo y la hipervigilancia se anteponen a cualquier noción de vida significativa. ¿Quién querría vivir así sus días finitos?
Elegir la vitalidad
Podría decirse que no hay opción: que, para llevar comida a la mesa, habrá que adaptarse y complacer a las máquinas. Pero no lo creo del todo. La vitalidad es tan esencial que siempre habrá un espacio para quienes sepan cultivarla, compartirla y tejerla en sus creaciones y comunidades.
Y aun si me equivoco, incluso si la disrupción tecnológica es tan devastadora como algunos predicen, vivir desde la vitalidad seguirá siendo la mejor decisión. Porque es lo que hace que la vida valga la pena.
Cuando decidimos integrar la IA, conviene hacerlo como lo hacen los Amish con cualquier tecnología: preguntándonos antes si realmente sirve a nuestros valores más altos. Adoptarla, sí, pero no de manera automática.
Y si dentro de unos años este enfoque suena ingenuo, no me importará. Quizás cierta ingenuidad sea una condición previa para vivir. En un mundo saturado de advertencias y pronósticos oscuros, sigo creyendo que lo humano —personas haciendo cosas humanas, con otras personas— seguirá siendo el corazón vital de la existencia.
Porque, si no es así, ¿qué sentido tendría?
¿Estaremos construyendo un futuro que nos hace más humanos o uno que nos convierte en máquinas eficientes pero vacías?
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