La pregunta exige una mirada que vaya más allá de lo partidista, para situarse en el contexto histórico, emocional y simbólico en el que Andrés Manuel López Obrador llegó a la presidencia. Decir que el país “necesitaba” una figura como él puede sonar provocador, pero adquiere sentido si se observa con honestidad el desgaste del sistema político tradicional y la desconexión entre instituciones y ciudadanía. Desde finales del siglo XX, México vivió una transición democrática que trajo alternancia, pero no transformación. La corrupción persistió con distintos colores, la desigualdad se volvió estructural, la violencia se desbordó a partir de 2006, y la tecnocracia impuso una forma de gobierno que privilegiaba los indicadores por encima de las personas. Las instituciones funcionaban, pero no representaban. Eran sólidas en lo legal, pero vacías de sentido. No escuchaban, no conmovían. Operaban, pero no inspiraban. Eran instituciones sin alma.
Una institución no puede limitarse a cumplir funciones técnicas; necesita también encarnar un sentido de propósito compartido. La legitimidad no se sostiene solo en la legalidad, sino también en la empatía, la coherencia y la cercanía. El alma institucional no se diseña ni se comunica: se construye en la práctica diaria con vocación de servicio, justicia interna y presencia viva en las causas de la sociedad. Cuando una institución tiene alma, no solo administra: protege, convoca, conmueve. Y cuando no la tiene, deja un vacío que el hartazgo convierte en oportunidad política.
En ese vacío, López Obrador no apareció solo como candidato, sino como un relato colectivo. Encarnó una ruptura emocional: la posibilidad de que el poder hablara otro idioma, más directo, más próximo, más propio. Su narrativa tocó fibras profundas, no por la sofisticación de sus propuestas, sino por la promesa de devolverle dignidad a los olvidados. Fue, en muchos sentidos, un canal institucional para el hartazgo social. Su figura dio voz a quienes nunca la habían tenido, y transformó el debate público desde el terreno de lo técnico hacia él de lo moral. En un país profundamente desigual, su llegada representó también un acto de reparación simbólica: el retorno del Estado como actor protector, no solo como árbitro distante. Su discurso reactivó la idea de un gobierno con causa, que no solo administra, sino que se compromete. En lugar de representar a una élite ilustrada, representó el enojo de los márgenes. Su triunfo desplazó el centro de gravedad político y discursivo desde los salones del poder hacia las plazas públicas, obligando a todas las clases sociales a volver a mirarse entre sí. Pero al hacerlo, no se descubrieron en su mutua humanidad, sino que se vieron a través del cristal del resentimiento: como extraños, rivales o amenazas.
Pero si bien fue necesario como símbolo, como catalizador y como canal, la realidad terminó por contradecir muchas de las expectativas que justificaron su ascenso. La prometida transformación se diluyó entre prácticas que reproducen, e incluso profundizan, los mismos vicios del pasado. La corrupción no desapareció; simplemente se reorganizó en torno a lealtades políticas. El narcotráfico no fue contenido; al contrario, amplió su influencia y penetración territorial. La militarización se intensificó hasta normalizar al Ejército como actor central de la vida pública. Y, quizás lo más grave, el país se polarizó hasta fracturarse, con una narrativa oficial que dividió a la sociedad entre “pueblo” y “enemigos”, “buenos” y “traidores”, “leales” y “conservadores”. La violencia siguió creciendo. Los periodistas siguieron siendo asesinados. Las instituciones autónomas fueron debilitadas, y los casos emblemáticos de impunidad —como Ayotzinapa, Segalmex o la Línea 12— quedaron sin responsables reales.
Así, la figura que fue necesaria para abrir una nueva etapa terminó minando algunos de los cimientos que pretendía restaurar. En lugar de transformar, concentró. En lugar de reconciliar, dividió. En lugar de regenerar la vida pública, erosionó la confianza institucional. Y, sin embargo, fue inevitable. López Obrador fue síntoma de una deuda histórica profunda, de un modelo democrático que no había aprendido a incluir, y de una élite política que confundió alternancia con redención. México no necesitaba a un salvador, sino a instituciones fuertes. No necesitaba una voz única, sino muchas voces legítimas dialogando. No necesitaba más polarización, sino una ciudadanía madura. López Obrador fue un espejo que reflejó nuestras carencias, pero no las resolvió. Y ahora, sin su figura al frente, toca reconstruir lo que se fracturó: con más pluralidad, con más equilibrio, y sobre todo, con más conciencia de que ningún país puede depositar su destino en un solo hombre.
Tal vez la pregunta no sea solo por qué México necesitaba a un López Obrador, sino qué habría ocurrido sin él. En una sociedad marcada por la desigualdad, la impunidad y la exclusión sistemática, el riesgo de que el enojo social se tradujera en violencia masiva estaba latente. Si esa energía acumulada no hubiera encontrado un cauce institucional, aunque imperfecto, quizás se habría desbordado en las calles, en estallidos más crudos, más caóticos, más irreversibles. López Obrador, con todos sus claroscuros, funcionó como válvula de escape para una presión histórica contenida. Fue el grito antes del colapso, el momento en que una nación eligió, no sin costos, canalizar su rabia a través de las urnas en vez del fuego. Ahora el reto es no volver a necesitar a nadie que encarne el hartazgo, sino construir un país donde la justicia, la representación y la esperanza no dependan de una figura, sino de una ciudadanía despierta.
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