Los hijos que ya crecieron.
Compartimos mucho nuestras expectativas antes de embarazarnos, charlamos de la depresión post-parto. Corren litros de café hablando de las batallas que libramos cuando son pequeños y se les cuida-corretea-apapacha y educa mientras dependen casi en todo de nosotras y todavía confiamos en tener injerencia en su destino.
No es que con el paso del tiempo los hijos se vuelvan más fáciles: es que nos aclimatamos al rigor y deja de sorprendernos porque se hace cotidiano. Cuando una empieza a pensar que ya les va decodificando (con todo y que no traen manual ni instructivo), viene la adolescencia y nuevamente nos sacan canas verdes porque no damos una.
Pero también de ahí aprendemos, evolucionamos… nos aclimatamos. Terminamos por entender que hay que darles espacio para que metan sus propias patas. Vamos uno, dos, tres pasos atrás con la pomada de árnica para sobarles los chipotes… y “reorientar” sus luchas pretendiendo meterlos en orden porque todavía son chicos.
Después… después cada quien (nosotras madres) hacemos como Dios nos da a entender. Porque ya crecieron, porque esperan ser tratados como adultos. Porque ya no viene al cuento “orientar” o “dirigir”. Con respeto hemos dado espacio de veinte pasos y entendimos que los trancazos son de ellos. Ya no hacemos magia, ni conjuramos horrores con nuestros cuentos… ni pudimos ahorrarles los golpes.
De todos modos duele porque hubiéramos deseado que fuera más suave. Pero no. Ya es su vida (es a una a quien le ha tomado tiempo entender que así era desde el principio). Hay que estar cerca, no sermonearlos, dejarles ir por donde escojan.
Sé que, a mis cinco décadas, todavía soy preocupación para mis padres. Mi pá me dijo hace muchos años, que los hijos son dolor de cabeza hasta sus cien años. Ya después, van solos.
Es sabio.
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