Los golpes.

No los que te atiza la vida, sino los otros: los físicos.

Caernos da mucha pena. Casi rebotamos aunque tengamos las rodillas toditas raspadas y decimos: “estoy bien, no pasó nada”. En privado, lavamos el raspón, nos sacamos las medias rotas, ocultamos los daños y ponemos buena cara.

Todas hemos topado con nuestro dedo chiquito del pie contra la pata de una cama, un juguete o un buró. Auch! Duele tanto que nos llueve el lagrimal.

 Los perillazos (picaportes, en otras latitudes) contra el huesito chipotudo de la cadera que al pasar apresuradas, nos hacen ver estrellitas.

Los golpes en las espinillas también hacen mella (y chipote con morete). Enfadan y si la piel delgada se raspó, tarda mucho en sanar la cicatriz.

 Pero los golpes en la cabeza se cuecen aparte. Agacharse no es ejercicio, no así como nos agachamos sin pensar para cachar algo que está en el aire en esa fracción de segundo permitido de reacción. Cae algo, haces malabares, das manotazos y al incorporarte: Pam, te golpeas en media crisma contra la esquina de la puerta del congelador abierta, contra la del botiquín o la del gabinete de cocina. Esos duelen igual de mucho, pero más allá: dan una rabia que no se entiende.

Casi siempre: una lo dejó abierto. Una tiró algo, manoteó y se incorporó justo para zumbarse tamaño fregadazo. De ahí vendrá la rabia: ni a quién culpar.

Me estoy sobando tamaño chipote. ¿Te ha pasado?

 

 

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