Empezamos el segundo mes del año y la mayor parte de los titulares en medios a nivel internacional se han concentrado en la llegada del presidente Donald Trump al poder en Estados Unidos. Por supuesto que las cuestiones que están en riesgo son importantísimas: la imposición de tarifas aduaneras del 25 % a sus principales socios comerciales, México y Canadá; amenazas de invasión a Panamá (una vez más), en fin, los temas de los que habló ampliamente a lo largo de su campaña y que llega para hacer cumplir con todo el poder institucional que tiene. A esto hay que sumar específicamente los retrocesos en materia de defensa de los derechos de las mujeres y la diversidad, y el cierre a programas de ayuda y cooperación internacional que afectarán de manera directa la vida y salud de niñas y mujeres en el mundo.
Aunado a esta realidad está el panorama mundial de conflictos existentes que afecta a todas las regiones del mundo y a diversos países en distintos grados, y en los cuales existen niveles históricos de hostilidades armadas y violencia de género. La violencia sexual, el feminicidio y la represión de derechos no son efectos colaterales de los conflictos: en muchos lugares son causa, en otros armas de control y dominación y en otros una herramienta para demostrar qué o quiénes tienen el poder y qué pueden y quieren hacer con él. Ignorar estas realidades es una elección que perpetúa la desigualdad y limita las soluciones de paz. Sin una perspectiva de género, los análisis de seguridad global están incompletos.
El informe del Instituto de Georgetown para Mujeres, Paz y Seguridad (Georgetown Institute for Women, Peace and Security) ha hecho un mapa de los conflictos más críticos de este año en el que el común denominador es la exclusión de las mujeres y la violencia de género. En Afganistán, el régimen talibán ha instaurado un apartheid de género, eliminando a las mujeres de la vida pública y restringiendo incluso su acceso a la salud básica. En Sudán, las violaciones masivas han sido calificadas como genocidio en Darfur, mientras la comunidad internacional voltea la cara hacia otro lado. En Ucrania, la violencia sexual se utiliza como herramienta de ocupación y las organizaciones que son presididas por mujeres reciben apenas el 1 % de los fondos humanitarios de apoyo y ayuda.
¿Qué otros conflictos hay sobre la mesa? En Irán, las mujeres desafían leyes represivas que incluyen la pena de muerte para quienes protesten contra el velo obligatorio. En Yemen, las mujeres enfrentan restricciones de movimiento y una crisis humanitaria que las deja sin acceso a recursos esenciales. En el Sahel, el cambio climático y la violencia extremista impactan de manera desproporcionada a las mujeres, quienes también son activistas a favor de iniciativas para proteger sus derechos. En Libia, las leyes de moralidad pública están retrocediendo décadas de avances en derechos, mientras que en Myanmar, las mujeres participan activamente en la resistencia, pero son excluidas de cualquier plan de transición política.
El informe no incluye a América Latina como región a observar y, sin embargo, debe ser vista como parte integral de este mapa global de violencia y exclusión. La región enfrenta una crisis sistémica marcada por el feminicidio y la violencia vinculada al crimen organizado. Entre 2021 y 2024 se dieron 11,640 feminicidios en la región, sin contar a México. En México, en 2024, según el SESNP, 773 mujeres fueron víctimas de feminicidio, pero el Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidio señaló que hay un subregistro de casos y que las cifras podrían ser de por lo menos, el doble.
En promedio, 12 mujeres son asesinadas cada día en la región, mientras que el feminicidio sigue siendo tratado como un problema local en lugar de una crisis de seguridad internacional y una realidad que trasciende fronteras. La violencia vicaria —en la que los agresores dañan a hijos e hijas, así como a los integrantes no humanos de las familias, para lastimar a las mujeres— se suma a esta dinámica, junto con la trata de personas, el uso de las mujeres como herramientas de control por parte de redes criminales y los efectos del narcotráfico en las comunidades, las familias y en particular sobre las mujeres y las niñas.
El impacto de estas violencias no solo recae en las víctimas directas, sino en toda la sociedad. El feminicidio destruye familias, perpetúa la impunidad y genera un costo económico significativo. América Latina y el Caribe es la región más violenta del mundo. Según el Banco Mundial, el número de homicidios por persona es cinco veces mayor que en América del Norte y diez veces más alto que en Asia. La región alberga el 9 % de la población mundial y en ella ocurre un tercio de los homicidios del mundo. Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la violencia en la región afecta el 3.44 % del PIB, con lo que esto implica en términos de oportunidades de todo tipo para las mujeres y de oportunidades económicas en particular.
A pesar de la violencia y complejidad del escenario global, las mujeres siguen al frente de los movimientos de resistencia, reconstrucción y a favor de la defensa de los derechos humanos y la democracia. En Siria han documentado las violencias del régimen de Assad y propuesto hojas de ruta para una paz inclusiva. En Haití, las líderes comunitarias están al frente de la respuesta a la violencia de género y la crisis humanitaria. En México y América Latina las organizaciones feministas trabajan incansablemente para denunciar el feminicidio, apoyar a las víctimas y generar redes de apoyo y sororidad para solidarizarse con las mujeres que defienden los derechos de las mujeres en los distintos países.
Las barreras a su participación siguen siendo muchas. Las mujeres siguen siendo excluidas de las negociaciones de paz, ignoradas en los presupuestos de ayuda y silenciadas e invisibilizadas en los análisis sobre seguridad. Investigaciones recientes en materia de seguridad internacional arrojan datos relevantes que dan cuenta de que el género sí tiene un impacto directo en la dinámica de las relaciones internacionales, en la guerra y en la construcción de la paz, tanto como que la seguridad de las mujeres dentro de los países es un factor de la seguridad nacional.
Los conflictos que se han señalado no son invisibles ni el impacto y presencia de las mujeres en ellos. Elegimos ignorarlos. La exclusión de las mujeres y la violencia de género son indicadores de inestabilidad que deben estar al centro de cualquier análisis de seguridad global. Es hora de replantear la mirada sobre el estudio y análisis de la seguridad. Esto implica incluir indicadores de violencia de género, hacer análisis y estudios transversalizando la perspectiva de género, y financiar organizaciones en las que haya liderazgo de mujeres, así como garantizar y promover que las mujeres participen en los procesos de paz.
Lo he dicho muchas veces y no me cansaré de repetirlo: No puede construirse la paz sin la voz de las mujeres que viven la guerra.
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