El instante quedó registrado en una imagen que no podremos olvidar: un hombre se acercó por detrás de la presidenta, le puso las manos sobre el pecho y le murmuró al oído. No era una mujer cualquiera. Era la máxima representación del poder en México. Aun así, fue vulnerada. Ese gesto minúsculo y brutal resume algo mucho más grande: un país donde la violencia no es un error del sistema, sino su modo de funcionamiento.
En las horas siguientes al hecho, las conversaciones no pararon y el país siguió dividiéndose. Algunos vieron una agresión inaceptable, otros un montaje. Tal vez el mayor signo de descomposición institucional sea precisamente ese: que la sociedad sospeche incluso del poder mismo y de las instituciones que se supone existen para protegerla. No creo que haya sido un montaje, y si lo fue, sólo confirmaría la pobreza estratégica y política de un gobierno que piensa que puede manipular el abuso para tapar las tragedias cotidianas que se viven en el país. Hacer un montaje para distraer la atención del asesinato de Carlos Manzo, el alcalde de Uruapan, o de Bernardo Bravo, líder de los limoneros, del crimen organizado, de las desapariciones, de la violencia que vivimos, de la corrupción del partido que llegó para “renovar” al país, sería una demostración de miseria en todos los sentidos. Una maniobra así apenas duraría un par de días y, literalmente, no alcanza para quitar el foco de lo que está sucediendo. Si fue así, qué falta de imaginación.
Independientemente de que hubiera sido, o no, lo que sí es claro es que el episodio revela una doble fractura: la del cuerpo femenino violentado y la del cuerpo del Estado que ya no puede garantizar seguridad ni justicia. Si al cuerpo más cuidado de la nación le ocurre esto, ¿qué pueden esperar las niñas, las jóvenes y las mujeres que vuelven de trabajar cada noche, las que caminan solas por calles sin luz, las que no tienen escoltas ni reflectores? ¿Qué puede esperar un ciudadano común cuando se despide en las mañanas de sus padres, hijas e hijos, esposa y no regresa jamás a su casa?
Vivimos en un país que se jacta de la democratización de la justicia al desmantelar el poder judicial, mientras tolera frases como “si la violación es inminente, relájate y gózala”, “algo habrán hecho”, “no es para tanto”, “lo provocó al ir vestida así”. La violencia de género, normalizada y trivializada, ya ni siquiera necesita justificación. Peor aún, es ignorada por la mayoría de los expertos en seguridad y se considera como un tema “de la agenda de género y de las mujeres”, no un tema “realmente grave” como la violencia del crimen organizado.
En México, de enero a agosto del 2025 se registraron 444 feminicidios. Se dice que las cifras han bajado, pero existen dudas sobre ello. La pregunta es si la realidad de las cifras responde a la reclasificación del delito o al hecho de que simplemente no se han reconocido las denuncias, o a la famosa frase de que el gobierno tiene “otros datos”, como los tuvo el sexenio pasado. Las cifras van y vienen, pero lo que ha sido una constante en la historia reciente de este país es la violencia contra las mujeres y las niñas.
Lo que agrava este episodio no es sólo el hecho en sí, sino su utilización posterior. Si no fue un montaje, han intentado capitalizarlo políticamente. Quienes durante años ignoraron el grito de las mujeres ahora buscan refugiarse en su causa. La misma persona que permaneció callada ante el machismo institucional de su predecesor, que volteó para otro lado cuando él utilizó el Anexo 13 del Presupuesto de Egresos de la Federación para financiar sus programas de compra de votos, que negó la realidad feminicida de México y que el 8 de marzo del 2020 recibió con gas lacrimógeno en el centro de la Ciudad de México a las mujeres que marchamos, hoy intenta colocarse como víctima simbólica. No se puede reivindicar el cuerpo violentado, mientras se sostiene el sistema que lo violenta.
Junto a este escenario, la violencia homicida, la desaparición y el crimen organizado han configurado un escenario donde la seguridad es una ilusión y la impunidad una constante. De acuerdo con el Instituto para la Economía y la Paz, la tasa de homicidios en México es un 54.7 % más alta que en 2015. La tasa de personas desaparecidas aumentó 18 % en 2025 con respecto al mismo período del año anterior.
El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública reportó que en septiembre de 2024 hubo en promedio 86.9 homicidios dolosos por día y en abril de 2025 el número bajó a 59.2. ¿De veras puede presumirse como un logro que “sólo mueran 59.2 personas” al día por homicidios dolosos? Señalan las y los expertos que aunque la cifra se presuma como un logro, la realidad es que la violencia se ha concentrado territorialmente, la impunidad persiste y la protección del Estado se reparte de manera selectiva. El asesinato del alcalde de Uruapan, líder de oposición al partido en el poder, tras meses de pedir apoyo, igual que el del líder de los limoneros en el estado de Michoacán, pone sobre la mesa una realidad: la seguridad en México se ha convertido en un privilegio partidista. En ese contexto, lo ocurrido con la presidenta no sólo expone la vulnerabilidad de las mujeres, sino el derrumbe de uno de los objetivos básicos del Estado: la protección universal.
Lo lamentable no es el acto aislado, sino su banalización. En lugar de abrir una reflexión seria sobre la seguridad y la violencia estructural, el gobierno intenta capitalizar el suceso. Se busca conmover, no transformar. Se utiliza la indignación como recurso discursivo, no como punto de inflexión política o de unidad.
Si esta escena se ha tratado de usar para fabricar empatía, el efecto ha sido el contrario: la desconfianza, la fractura y la desesperanza. Porque si al cuerpo más protegido del país le ocurre esto, el mensaje para el resto de las mujeres no es de solidaridad, sino de abandono. En un país con más de cien mil desaparecidos, miles de mujeres asesinadas y una ciudadanía que vive con miedo, la obscenidad no está solo en el gesto del agresor, sino en la incapacidad del poder para asumir su responsabilidad.
La escena de la violencia y acoso contra la presidenta abre una grieta simbólica. Si el cuerpo del poder puede ser tocado, ¿qué queda para el cuerpo ciudadano, para el cuerpo femenino común, para el cuerpo que camina solo por la noche? En un país donde el poder se cree inmune, el gesto violento mostró que la inmunidad es un simulacro.
Ese hombre que rompió la barrera del poder no solo tocó a una mujer; tocó al Estado, tocó al símbolo, tocó la ficción de la protección. La protección falló. Falló para la presidenta y falla todos los días para la mujer que sigue caminando sin luz, para el joven que desaparece en una carretera, para el alcalde de oposición que denunció sin ser escuchado. La impunidad no distingue rango. Hace su trabajo silencioso y letal. El machismo institucional no distingue vestido ni cargo: se reproduce en el lenguaje, en las omisiones, en la mirada que se aparta en los presupuestos inexistentes. Aquí se entrelazan tres violencias que se vuelven una sola: la machista cotidiana, la del gobierno que usa los recursos del Estado para cuidar a quienes comulgan con su visión y la del crimen organizado.
Este país lleva una herida profunda y esa herida se escribe con nombres, con cifras, con silencios. Cuando una mujer es asesinada por su género, cuando un ciudadano desaparece sin razón, cuando el poder simbólico es vulnerado, el mensaje es el mismo: nadie está a salvo.
A la mitad del país la violentan por ser mujer y junto con la otra mitad, vive violencia porque la impunidad tiene carta blanca. Ya no hay promesa ni discurso que valga, porque si ni la presidenta del país está protegida, la desesperanza se agranda como un vacío. La pregunta es inevitable: ¿cómo gobernar un país que no puede proteger ni al cuerpo más protegido?
Lo ocurrido no debería alimentar el victimismo político ni el oportunismo de quienes buscan cobijo en una causa que jamás han sostenido con hechos ni con presupuestos. No se puede representar a las mujeres mientras se les ha negado y se les sigue negando protección. Si fue manipulación, muestra una pobreza estratégica que no solo degrada el poder, sino que ofende la inteligencia del país. Si no lo fue, revela una falla mayor: un Estado que no puede proteger ni a su propia jefa.
Fue real o fue montaje, da lo mismo. Ambos escenarios retratan la misma realidad: un país donde la violencia se ha convertido en costumbre y la impunidad en sistema y discurso.
Publicado originalmente en Animal Político el 11 de noviembre del 2025.
Bienvenido a
Mujeres Construyendo
© 2025 Creada por Mujeres Construyendo.
Con tecnología de
Insignias | Informar un problema | Política de privacidad | Términos de servicio