En el siglo XXI, la libertad ya no se suprime con bayonetas, sino con emociones. Hemos entrado en una dictadura emocional que no impone silencio por decreto, sino por culpa. Una sociedad entrenada para avergonzarse de pensar distinto es el sueño de cualquier poder autoritario. En nombre de la igualdad se predica el resentimiento, y en nombre de la inclusión se exige sumisión.

El individuo deja de ser fuente de valor y se convierte en súbdito moral. Los gobiernos descubrieron que no necesitan encarcelar cuerpos cuando pueden capturar conciencias. La narrativa de la “justicia social” mutó en pedagogía del odio: si el otro prospera, me oprime; si discrepa, me agrede. Así, el envidioso se siente justo, el mediocre se siente víctima y el poder se disfraza de empatía.

En México, este modelo encontró terreno fértil. Nuestro sistema educativo no forma ciudadanos: fábrica obediencia. No enseña a pensar, sino a repetir. No desarrolla criterio, sino miedo a equivocarse. Y esos alumnos, convertidos después en padres, educan desde la culpa y el resentimiento, perpetuando generaciones incapaces de discernir, cuestionar o ejercer soberanía interior.

La ingeniería emocional del control social

El siglo XXI perfeccionó lo que los totalitarismos del pasado apenas intuyeron: gobernar las emociones colectivas es más eficaz que controlar los cuerpos. El nuevo poder no oprime desde afuera; se instala dentro. Se vuelve la voz que dicta qué sentir, qué repudiar y qué callar.

Esta ingeniería emocional opera con cuatro herramientas: culpa, envidia, miedo y resentimiento. Con ellas se manipulan percepciones, se fractura la sociedad y se destruye la confianza entre individuos. Una población emocionalmente reactiva, dividida y confundida es mucho más fácil de gobernar que una libre, racional y consciente. El control no se impone: se acepta. Se disfraza de empatía, justicia o corrección moral.

En este terreno, la narrativa inclusiva dejó de ser una invitación al respeto y se volvió dogma. Se castiga la diferencia con etiquetas y se premia el silencio con aceptación. La gente no contradice por temor a la descalificación, y termina renunciando al derecho más sagrado: la libertad de conciencia. La sociedad aprende a autocorregir sus ideas para encajar, no para comprender.

México institucionalizó esta maquinaria emocional. La escuela glorifica la pobreza como virtud moral, castiga la excelencia y el éxito por considerarla privilegio y adoctrina a generaciones completas en la obediencia disfrazada de justicia social. La consecuencia es una cultura donde la mediocridad se celebra y la autonomía se considera una amenaza.

En este contexto, el poder político y el crimen organizado comparten un mismo mecanismo de control: el miedo. El ciudadano, condicionado desde la escuela hasta la vida pública, termina por convertirse en su propio vigilante. No necesita censores: se censura solo. La moral pública se disuelve y es reemplazada por consignas. La gente ya no piensa: reacciona. Ya no razona: se indigna. Ya no disiente: se autocorrige.

Romper este ciclo exige algo más profundo que reformas o discursos. Exige recuperar la soberanía emocional, el pensamiento crítico y el coraje moral para disentir. La verdadera inclusión comienza cuando el individuo deja de pedir permiso para ser libre. Pensar por cuenta propia es hoy el acto más radical. Y recuperar la libertad interior —esa que ningún poder puede arrebatarnos— es el primer paso para que la libertad política vuelva a ser una realidad.

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