Los narcocorridos no inventaron la violencia ni la misoginia. Han hecho de la violencia un negocio y del crimen una aspiración.
En México, donde diariamente se cometen 11 feminicidios, la música popular ha sido un reflejo y muchas veces, un catalizador de la violencia de género. Los narcocorridos, en particular, no son una anomalía, sino una expresión exacerbada de una tradición musical que ha normalizado la violencia contra las mujeres durante décadas.
Entre las muchas manifestaciones de violencia que existen en este país, la tradición que expresa violencia musical está profundamente arraigada. ¿Quién no ha cantado en una fiesta al ritmo del mariachi canciones de despecho y violencia? “Asfíxialas con besos y dulzura…” y hay quienes “de broma” han modificado la letra diciendo “Asfíxialas con bolsas de basura”. La premisa de estas canciones es que las mujeres son objetos, con roles de subordinación y a quienes se debe castigar por desobedecer las normas patriarcales y machistas. ¿Quién no ha escuchado “Nomás seis tiros le dio” a Martina por ser infiel? Es la apología de un feminicidio. ¿Qué tal La Delgadina, que muere por desobedecer a su padre, quien quería tener una relación incestuosa con ella, a lo cual ella se negó? ¿Qué merecía? La muerte por desobediente, por hacer uso de su voluntad y usar su voz, por negarse a ser violada por su progenitor. Prácticamente ningún género se salva de esto: salsa, reggaeton, bachata o pop.
Los narcocorridos han llevado esta narrativa a un nuevo nivel, glorificando no sólo la violencia hacia las mujeres sino el crimen organizado. Este género se inserta en una narrativa cultural que ha normalizado la violencia contra las mujeres con ritmo, rima y acordeón. Estas canciones no sólo legitiman el crimen organizado y la violencia, sino también la estructura patriarcal que lo sostiene; las mujeres son simples trofeos, buchonas, decorado o botín.
Hay que señalar, también, que el papel de las mujeres ha evolucionado a lo largo de la historia de los corridos: se ha transitado de figuras como ”Adelita”, la “Valentina” y “Rosita Alvarez” a “La Nacha”, famosa narcotraficante de Ciudad Juárez o “Camelia la Tejana”. En este paso las mujeres dejan de ser las víctimas y se convierten en vengadoras y ejercen violencia por su propia mano. Pueden ser figuras centrales en el contexto de la violencia criminal: traficantes o sicarias, amigas, familiares, esposas o amantes de los traficantes o sicarios. También pueden ser prostitutas, cantantes, animadoras u otras empleadas pagadas por ellos o simplemente desconocidas y “mujeres en genérico”.
Lo que tienen en común con los roles tradicionales que se espera de las mujeres en nuestra sociedad (madre, esposa, hija, santa, monja, puta o loca) es que están desvalorizadas y son definidas por el rol central de las masculinidades violentas. O están subsumidas a ellas o las replican, pero no se definen por sí mismas.
Hoy en día la violencia no se expresa sólo en las letras de los narcocorridos, sino en la vida misma de quienes los interpretan. Los grupos del crimen organizado pueden decidir si se presentan en ciertas plazas, o no. Jenni Rivera, “La Diva de la banda”, es un caso interesante: se atrevió a cantar este género y también recibió amenazas. Hasta la fecha no se sabe si la caída del avión en el que viajaba y en el que murió fue un atentado o un simple accidente. Están los casos de Chalino Sánchez, ‘El Rey del Corrido’, y de Valentín Elizalde, el ‘Gallo de Oro’. Se sabe que todos recibieron amenazas y después fueron asesinados. Gran paradoja: se ejerce violencia contra quienes cantan violencia.
Como se señalaba arriba, la manera en que los narcocorridos hacen referencia a las mujeres dice mucho. Un estudio de la Universidad de Michoacán analiza la evolución de las palabras que se usan para describirlas y la evolución del simbolismo en ellas: “mujer, hembra, señora, vieja, reina, potranca, muchacha, novia y barbi, dama, jefa, amiga y malandrina, morras, morritas, plebes, plebitas, chavalonas, cabronas, tontas, chacalosas y desmadrosas”. Esto habla de la evolución y visión que se tiene de ellas. En un inicio son objeto del amor, se romantizan, después son objetos de deseo y placer, o irrumpen directo en el negocio y se hacen interesadas. Lo que tienen en común en esta narrativa es que “sobran”, se tienen “a montones” y no tienen valor en sí mismas: sirven para algo y ese es su sentido y significado. La narrativa que se hace en torno a ellas es de “utilidad”, nada más.
En todas las guerras en la historia de la humanidad, los cuerpos de las mujeres han sido parte del campo de batalla. Un espacio para dominar, poseer y demostrarle al enemigo quién manda. Para los vencedores, los cuerpos femeninos son parte del campo de batalla. Mediante la dominación y posesión de las mujeres, demuestran a los hombres vencidos y derrotados que quien ejerce el poder tiene la última palabra y que ellas engendrarán hijos producto de las violaciones. Serán hijos de los vencedores en el territorio de los vencidos, en los cuerpos de sus mujeres.
La guerra que se vive en el marco del crimen organizado no es la excepción y los narcocorridos también lo expresan. Mientras el cuerpo femenino siga siendo territorio de conquista, el Estado seguirá perdiendo territorio frente al crimen.
La repetición constante de estas narrativas en la música popular ha contribuido a la normalización de la violencia en general y contra las mujeres en particular. El entretenimiento se convierte en una herramienta de formación emocional, en pedagogía del crimen. Los narcocorridos se han convertido en dispositivos culturales, espacios de normalización de la violencia de género, en donde ésta es la norma, no la excepción.
Mientras se canten balas y se aplaudan feminicidios disfrazados de corridos, no estamos construyendo una cultura de paz. Estamos afinando el soundtrack de la violencia.
Publicado originalmente en Animal Político el 22 de abril del 2025.
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