Cuerpos intencionalmente asexuados, formas bailando para cautivar al espectador, música enajenante y juegos de luces que amplificaban los cuerpos. La puesta en escena HOUSE de la compañía de danza israelí L-E-V, se presentó en el Teatro del Bicentenario la noche del 16 de octubre, dentro del 42 Festival Internacional Cervantino.
L-E-V puede interpretarse desde su origen eslavo como león y desde su origen hebreo como corazón. Esta compañía multimedia fundada en 2013, experimenta la fusión de la música, la danza, el videoarte, iluminación, moda, arte y tecnología. Desde el 2006, Sharon Eyal (bailarina, coreógrafa) y Gai Behar (artista plástico, creador de discursos escénicos y musicales) han colaborado con proyectos para la compañía de danza Batsheva y algunas más alrededor del mundo. Es en 2013 cuando unen su talento con Ori Lichtik y su composición musical para crear HOUSE.
Los bailarines que sobre puntas, tacones, suspensión o descalzos dan vida a figuras casi metacorporales, porque parece difícil creer que un cuerpo pueda moverse así, nos transportan a imaginarnos como “ciborgs”, como cuerpos decadentes que buscan salir de sí para seguir siendo. Extender fronteras para ser algo más. Cierto que cada espectador puede llevarse una historia, una imagen fotográfica, pictórica o de recuerdo, una secuencia como si de cine se tratara o un fragmento de sonido que resuena en su cerebro distinto. Cierto que puede encontrarle o no, sentido a la representación multimedia a que estuvo expuesto, pero encerrados en un teatro oscuro, donde sólo se ilumina para separar la luz de las tinieblas y el ojo percibe formas, movimientos, sombras más que cuerpos, es muy probable que algunos hayan sido transportados a las cuevas de Altamira, Lascaux y esos primeros relatos humanos o al apocalipsis cuando otra vez sea necesario separar la luz de las tinieblas, iluminando poco a poco.
Quienes cedieron su cuerpo para que esa noche los espectadores imagináramos, viviéramos historias fueron Sharon Eyal, Leo Lerus, Gon Biran, Karen Lurie Pardes, Douglas Letheren, Rebecca Hytting y Dominic Santia.
Hubo momentos en que el contraluz desplegaba sombras gigantes de una bailarina que abarcaba las tres secciones del teatro. Otros en que la sombra de su cabeza, sus piernas y su pecho se proyectaban escindidos en distintas partes del teatro, siendo un espejo en tres tiempos de lo que sucedía en escenario, envolviendo a la audiencia en un espectáculo futurista: el mismo cuerpo fragmentado y aún con vida; un solo cuerpo, que es tres a la vez; el cuerpo y su sombra; las cavernas y el mundo ideal; la materia y el alma, la mente, la búsqueda de lo que pueda sobrevivir al cuerpo y dar cuenta de él, seguir siendo él, sin envejecer, la gran fantasía del ciborg, del humano que se desprende y la bailarina que se contonea hasta el límite de su corporeidad, exigiendo en sus movimientos lo que el cuerpo ya no puede dar, pero sí la música, la iluminación, la coreografía con otros para simular ser más, para continuar.
En ocasiones se podía recrear la pintura La Danza (1910) de Matisse, o La danza (1925) de Picasso, o La clase de danza (1871-1879) de Edgar Degas, incluso el Vogue de Madonna. Durante cuarenta minutos no se escuchó la voz humana, en la última pieza la fusión de música, danza e iluminación incluía voz, se podían escuchar frases en inglés como: “Termina lo que empezaste”, “Cuando se trata del amor”, “No tengo paciencia”.
Noche de espectros y luz, viajes al futuro o al imaginario colectivo o solitario, ciborgs o sensualidad evocada, tecnología desbordada en sonidos y luces de otro espacio-tiempo, el escenario como ventana: hacia dentro, hacia el horizonte, hacia el otro o la nada.
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