La había visto cada viernes, mientras se me va la vida y me visitan las arrugas en la cara al esperar a que el hijo salga de una de sus múltiples actividades vespertinas, más arreglada que yo y con alrededor de 60 años vistiéndole las canas.

Hablando con quien la quiera oir afuera de una tienda de abarrotes,  ataviada con un faldón negro con lunares blancos y una blusa rosa arrugada como toda su cara, labios mal pintados de rojo fuego y sombras azules mal aplicadas  enmarcando sus ojos, con las uñas pintadas del mismo tono de su boca y carcomidas por tantas cosas a las que supongo se aferró durante décadas. 

Y un sábado tan luminoso como cualquiera en el que tuve que ir a poner al hijo en su alineación y balanceo, esta mujer me abordó  mientras yo comparaba lo necesario para esperar como cada día a que el hijo terminara de crecer feliz y correctamente, y cómo si fuera mi abuela, llenó su boca de regañinas eternas en torno a mi look de cara lavada, alabó mi peinado a la desgreñé y me recordó que no hay mujeres feas mientras tengan un rimel y un lápiz labial a la mano.

"Ponte un lápiz negro en los ojos y un labial y con eso vuelves a tener el mundo en tus manos",  aseveró la sexagenaria en tono contundente, terminé de comprar mis cosas y agradecí sus consejos con una incipiente sonrisa, mientras caminaba, el vidrio de un coche me devolvió una imagen de una mujer pasada de los 30 años con unas sombras adornando la parte baja de los ojos, con un ceño y una boca fruncida que años atrás eran completamente diferentes.

Recordé que en días pasados había olvidado mi bolsa de magias, en la que reposan maquillajes y colores varios que me ocultan los agobios y al darme cuenta del olvido corrí como si me faltara un pulmón al puesto más cercano de maquillajes baratos y compré rimel, polvos,  corrector, delineador y demás admíniculos para esconderme del paso de los años y evitar las preguntas en torno a mi estado de salud por la falta de maquillaje.

Hice cuentas y al menos llevo 15 años enmarcando mi mirada con lapiz negro, disminuyendo ojeras con cualquier producto de moda y tratando de dar volumen a mi pequeña boca amorfa, mirándome al espejo y buscando la perfecta sinfonía de colores para el verano,  el otoño y el invierno,  levantando las miradas de muchos por donde quiera que paso pero incapaz de mirarme los cansancios tras tantos años de ocultarlos.

Buscando que cada raya en torno a mis ojos tenga las líneas perfectas,  que mi rouge permanezca intacto aun después de alimentarme con  comida y tantas otras cosas que alimentan los amores,  que mis ojeras no me las vea nadie más que yo cada mañana al enfrentarme al espejo y a las verdades que le gusta escupirme cada que me pongo soberbia.

Los años pasan rápido y lo que arreglaba hace diez años con una crema y emplastes de agua fría hoy lo arreglo con  un tónico,  colágeno en spray, crema antiarrugas y roll on para las sombras bajo mis ojos, entre otros remedios y no quiero ver lo que tendré que usar a los 40 o a los 50, seguramente mi cuarto de baño será muy parecido a una sala de operaciones si no logro entender que el paso de los años no se soporta, se supera y se porta como una corona de reina.

También supongo que tendré que entender que nada logra ocultar mejor las ojeras que las  noches lejos de las voces juiciosas de familiares y amigos, que el rouge de los labios se corre igual al comer un buen mole que al dar besos apasionados a dónde uno le ganen las ganas y que ni las mejores y más caras cremas antiarrugas lograrán borrar las marcas de los enojos y las tristezas,  pero tampoco difuminarán las arrugas de tantas carcajadas y sorpresas de una vida llena de sobresaltos.

Y si, probablemente continuaré con mi dependencia al rimmel y a un buen labial cuando quiera validar mi belleza a través de la mirada de otros, pero siempre debo recordar que el espejo siempre estará ahí para recordarme las arrugas y las verdades, pero también aquellas muchas cosas que hago por mí y para mí cada uno de mis días. 

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