A veces hace falta escribir nuevas historias, tener la pluma lista para capturar cada momento cuando suceda y saber entonces cuándo es momento de soltar el pasado y limitarse simplemente a sonreír a un presente tan efímero como feliz.

Es entonces muy necesario tener los ojos abiertos, olvidarse de los dolores añejos y abrir muy bien las manos para recibir, tocar, abrazar y soltar, para volver a tomar las cosas que ofrece el destino, o la vida, o esa cosa que nos hace volver de entre los sueños cada  mañana.
Se deben olvidar los prejuicios, de los temores infinitos, y estar más que cansada de pan con lo mismo, se trata pues de volver a abrir las ventanas, de mirar a los ojos a las personas, de perderse entre unos brazos nuevos que entre las penumbras se adivinan como conocidos de muchas otras vidas atrás.
Y no importa si las nuevas letras permanecen bailando en la cabeza unas cuantas horas o muchas muchas lunas, es irrelevante porque tienen la bonita ganancia de que movieron algo entre el corazón y el estómago, porque fueron capaces de transformar la eterna sangre fría en dulce champurrado, porque simplemente merece la pena vivir cada una de ellas, porque quizás y solo muy quizás esos pedacitos de vida son los que nos llevaremos a la tumba.
Merece el esfuerzo entonces soltarse el cabello, desnudarse los cuerpos y abrazarse las almas sin las eternas preguntas de futuros inciertos que llegan constantes a la juiciosa cabeza, sin la manía de querer poner etiquetas y nombres a cada minuto que pasamos en el mundo, sin la bendita costumbre de querer acomodarlo todo en un cajón nada más por el puro gusto y ese miedo constante y eterno de no poder dominar todo, como si en el dominio hubiésemos encontrado ya antes alguna respuesta.
Y es preciso darse cuenta de todos los minutos de vida que nos hemos perdido por los eternos prejuicios, por los miedos infinitos a quedar una vez más entre las penumbras, de vaciarse de nuevo para volver a comenzar con el alma  y corazón hechos jirones, como si éstos no se pudieran volver a surcir una y otra vez como ya se ha hecho desde antes, pero ese quizás es un precio muy barato por el que hemos de pagar en comparación de todas las ganancias.
Al final de cuentas siempre pagamos algo y muchas veces, por estar pensando en cuánto costará alguna nueva historia nos la perdemos, porque se piensa siempre en el mañana y no en las tardes de baños con agua hirviendo aderezados con voces ajenas a las propias inundando los vapores de la regadera o de desayunos furtivos con café y galletas Marías.
Si miramos los costos quizás nos perdamos de días de sol entre las sabanas, de palabras ligeras pero certeras como semillas de dientes de león, de paseos mágicos en el supermercado, de tardes lluviosas con vino rosado aderezados con queso y trocitos de historias, de mañanas apretadas entre los sueños de otro, de esos múltiples ocho segundos en promedio de desprendimientos físicos y de letras que bailan constantes esperando finalmente aterrizar en la hoja en blanco.
Es entonces cuando ya no se piensa en el costo de las nuevas historias, sino en el valor que éstas tienen, porque siempre, al término del día, vale más una sonrisa llena de travesuras en miscelanea y de transgresiones felices a las reglas impuestas,  que un costal eterno  de "si yo hubiera".

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