“Del feminismo se habla mucho, pero se sabe poco”

La enseñanza deja más lecciones en los maestros que en los alumnos.

Hablando sobre las relaciones entre ética y política a partir del problema del “amarillismo “  en los medios de comunicación, uno de mis alumnos lanzó uno de los tan temidos –por los profesores que vamos retrasados en el temario bimestral– tópicos de divagación escolar: “Maestra, ¿pero AMLO quería que México fuera un ‘régimen comunista’ como en Cuba y en Venezuela?”. En ese momento muchos empezaron a afirmar y susurrar, repitiendo lo que hace un año y siete años atrás no se dejaba de escuchar en las noticias y la radio. Yo mejor suspiré y socráticamente comencé a preguntar a mis alumnos si sabían lo que era el comunismo, qué significaba la palabra régimen  y si conocían las circunstancias políticas e históricas de por qué estos países de Latinoamérica tenían ese tipo de gobiernos. Pocos lo sabían, y los que levantaban la mano para comentar sobre el tema afirmaban saber que “el comunismo es malo porque no permite que te superes económicamente”, “el comunismo hace que las personas no se esfuercen por trabajar o salir adelante por que el Estado te da todo”, “el comunismo acaba con la pobreza, pero también con la riqueza”…

Su visión de la historia, de la política y de la economía claramente es en blanco y  negro.  Mis cuarenta minutos de clase se tornaron en tratar de hablarles de la paleta de grises.  Al final,  no fue una clase perdida, puesto que yo aprendí más con ellos. Porque  me hizo reflexionar   lo siguiente: 

Cuando tomas a una persona aleatoriamente  en la calle y le preguntas: “¿Se considera usted un comunista o seguidor de una política económica socialista?”, probablemente responderá: “¡No! ¿Cómo Cuba o Venezuela? ¡Para nada!”. Sin embargo, si a esa misma persona le preguntas: “¿Considera usted que la brecha entre ricos y pobres se debe eliminar y  que el Estado debe proveer las condiciones de posibilidad de bienestar social (salud, alimentación, educación y trabajo) para todos los ciudadanos por igual?”,  casi con seguridad responderá: “¡Sí!”.

Mis alumnos de preparatoria respondieron de igual manera y  al igual que mi ciudadano hipotético, cayeron en una sobresimplificación de un tema tan importante como la economía. Y el prejuicio de la sobresimplificación no se quita con libros, agua y jabón, porque  está tan arraigado en nuestras mentes, que incluso la educación superior  no puede eliminarlo.  Es este mismo prejuicio el que afecta al tema del feminismo.

 

Del feminismo se habla mucho, pero se sabe poco.

Del feminismo se critica mucho, se hace burla, se niega mucho,  se hace alarde e incluso se presume mucho, pero poco se hace al respecto.

Todos quieren ser feministas el  8 de marzo de cada año, pero nadie es feminista cuando nos enteramos de las altas cifras de violencia de género en nuestro país; nadie es feminista cuando la brecha entre los salarios  de hombres y mujeres –en todos los niveles profesionales– permanece; nadie es feminista cuando para mantener tu trabajo es necesario un examen de no-gravidez; nadie es feminista cuando  la representación política  de las mujeres  en nuestro país  apenas alcanza el 30 por cierto en las dos cámaras. 

Si le preguntas a una mujer en la calle: “¿Usted es feminista?”, adoptará la actitud increpante  de mis  alumnos de ética o del ciudadano hipotético, y dirá: “¡No soy feminista, soy femenina!” (¿Qué significa eso?  Sinceramente no sé de donde demonios se adoptó esa respuesta simplona y sin sentido).

Pero si le preguntas: “¿Usted cree que se debe acabar con la violencia de género, que hombres y mujeres deben tener igual paga por igual cantidad de trabajo?”. Ella responderá: “¡Sí!”.

El feminismo no es una postura política radical, no es una moda cultural o filosófica, tampoco es una camiseta que te pones cuando te quieres ver políticamente correcta entre las conversaciones casuales de fiestas. El feminismo es defender la igualdad de género –sí, el feminismo también aboga por el respeto a los derechos de los hombres, teniendo como  fundamento que hombres y mujeres deben contar con las mismas condiciones de poder económico, educativo, laboral  y emocional que les permita ejercer y disfrutar con libertad  sus derechos y obligaciones sociales e individuales–.

El feminismo pone el dedo en la herida abierta de las mujeres cuyas condiciones extremas de pobreza las hace propensas a la esclavitud sexual, laboral, psicológica o emocional; defiende que la educación de niños y niñas, basada en la igualdad de género, es la única apuesta segura para lograr naciones más pacíficas, más democráticas y economías más equitativas y justas;  rescata el papel  de la mujer en la conformación de nuestra identidad cultural, social,  histórica y económica; resalta la necesidad de otorgar facultades de poder (empowerment) a los llamados “grupos vulnerables”,  a saber: niñas, indígenas, lesbianas, transgéneros, adolescentes; pone un alto a las formas de violencia cultural y mediática que utiliza la imagen de la mujer como un objeto sexual o la sublima o rebaja.

 

Tengo dos hermanas menores, una ingeniera  y una médica de profesión.  Crecí en la generación de los padres donde hombre y mujer tienen que trabajar  fuera de casa para sostener el hogar promedio mexicano.  Crecí en una generación donde tal vez todas estas libertades estaban dadas por hecho, puesto que en mi infancia jamás  consideré mi sexo como un obstáculo para mis aspiraciones profesionales o personales. Muchos creen que fui criada como un niño para sustituir la necesidad de mi padre por la ausencia de hijos varones. Sin embargo, por qué no pensar que él no hizo distinción al enseñarnos a jugar con la pelota de béisbol, a la vez que mi madre reforzaba la necesidad de ser independientes económicamente, antes que ser la “señora de…”.

Sin embargo, éste fue un estado de excepción. Crecí en una burbuja donde hombres y mujeres trabajan por igual, pero al salir me encontré con la discriminación del día a día en todos los niveles: en las relaciones personales, en las relaciones académicas y laborales, en los medios de comunicación que pobremente representan a mujeres proactivas, en posiciones de poder o en la toma de decisiones ( y cuando lo hacen, prefieren pintarlas con características peyorativas como dominadoras, villanas o “eunucos” emocionales).

Yo soy feminista. No soy feminista porque sea mujer, o machorra, o lesbiana, o frustrada o  amargada de mis relaciones con otros hombres.  Soy feminista porque soy humano y  tanto  hombres como mujeres deben defender la igualdad entre géneros.

 

También soy feminista porque soy filósofa. Y aunque nuestro mundo académico está siempre lleno  de problemas conceptuales, teóricos, “analíticos” o “continentales”; creo que existe un mundo posible  –no muy lejano– en el que el feminismo ya no sea un concepto sobresimplificado y la discriminación no sea un problema latente. 

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