¡Ay un muerto!
¿Qué? ¿De qué hablas? Le pregunte casi dormida. Eran las 11 de la noche y abrí los ojos cargados de arena. Metidos bajo el edredón de plumas que calentaba nuestros cuerpos helados por el frío intenso del invierno, intentábamos dormir.  Llovía fuera, la humedad penetraba en nuestros huesos como agujas de estalactitas venidas del ártico.
¿No escuchas los cantos? - me dijo. Me incorporé para entender de qué hablaba. Efectivamente a lo lejos se escuchaban las voces lánguidas y tristes de los familiares que pasarán esta noche, y la noche de mañana y la siguiente noche, a la intemperie. En sus casuchas con olor a miseria. Sentados, seguramente en plásticos roídos por las ratas sobre el lodo, con hedor a mezcla de agua sucia, orines y sangre de los puercos que matan algunas madrugadas, para subsistir hasta que llegue la temporada de cosechar el arroz.
De pronto recordé que es la tradición en este miserable país. Cuando un familiar muere, los deudos cantan durante tres días y tres noches para facilitar que el espíritu del muerto se desprenda sin problema y descanse en el más allá.
Por allí, por el que fuera su hogar, van desfilando amigos, vecinos, familiares cargando unas vasijas destartaladas con unos potajes pestilentes, con un sabor agrio, sobre una cama de arroz que seguramente confeccionaron con deshechos de cebolla fermentada y hojas podridas de lechuga y cáscaras de mandarina vieja que rebuscaron en los basureros, para alimentar a los que lloran.
¿Los escuchas? Me preguntó al despertar en la mañana gris. Una mañana sin sol, desenfada y triste. Una mañana inusual, como los cantos de los pobres. ¡Cómo no! Le contesté descorriendo la cortina del ventanal humedecido por las lluvias nocturnas.  Ese ventanal que da a la terraza de los arrozales. Me quedé observando  la carpa de plástico y piedras que improvisaron los vecinos, los familiares de quien está dejando la vida para incorporarse al mundo de los muertos. Las voces se hacían más dolorosas, se escuchaban cansadas, con un registro bajo. El registro que da la tristeza con la agonía del frío y la desesperanza.
Caminé hacia la cocina iluminada ligeramente por la luz que despertaba el nuevo día. Encendí la cafetera, el aroma cálido del café me subió a la cabeza y comencé a reflexionar sobre lo que pasaba fuera de los muros de mi casa. Me invadió una infinita tristeza enredada en ese sentimiento de culpa e impotencia de no poder hacer nada. Desanimada le llevé una taza de café caliente y le dije: “¿es que no podemos llevarles algo de comer?”. ¡No! Me contestó con dulzura, ¡no podemos!
-Recuerda lo que nos dijo la señora Gina. Son momentos muy íntimos en donde no podemos acercarnos. Es su tradición, es su modo de vida y es la forma en la que ellos, los Malangay lidian con sus penas. Me puse una bufanda y salí al jardín que impregnaba frescura. Esa sensación de respirar el pasto húmedo por el rocío de la mañana y el olor a rosas intensificó en mí, el dolor ajeno. Me recargué en el borde de la terraza con mis manos ceñidas a mi taza de café, contemplando el espectáculo desgarrador y observando cómo las nubes cargadas de sufrimiento y añoranza comenzaban a dejar caer unas gotas de dolor.

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Comentario de Renata Rodriguez el julio 27, 2014 a las 3:03pm

Amiga, esto es poético desde un corazón dolido y solidario. No falta ni sobra nada. Me recuerda un poco los duelos en los pueblos michoacanos, hasta sentí el aroma del fogón de leña húmeda... huele distinto, huele a pobreza.

     Ha cambiado tu pluma, Guadalupe queridísima: igual de sensible, igual de empática, pero más serena, más sabia.  Te mando un abrazo enorme y un beso, qué gusto inmenso volverte a encontrar también por acá.

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