Observaba la tarde lluviosa sentada junto a la venta del cuarto, ese cuarto que habían compartido juntos. ¿Por qué? ¿Qué hice mal? ¿Qué podría haber hecho diferente? Preguntas sin respuesta o cuya respuesta llegaba fuera de tiempo cuando ya no era posible pegar los pedazos rotos de la relación que habían tenido durante más de quince años.

Se casaron cuando ella acababa de cumplir treinta. Qué feliz fué. Se sentía en plenitud, llena de vida, proyectos, ganas. Su vitalidad era visible para todos, la fuerza con que hablaba, caminaba, se movía, discutía. Sabía que era una mujer hermosa, no apabullante, simplemente hermosa y atractiva. Gran conversadora, arte que cultivó al paso de los años para desafíar a esa niña tímida y silenciosa que fue y que creció entre las paredes de la casa colonial de sus padres. ¿Miedo? Tenía miedo de no tener miedo cuando el resto de los mortales vivían abrazados a él ante cualquier desafío. Le gustaban los retos, las posibilidades imaginables, la idea de construir realidades que pasaban fugazmente por su cabeza.

El, diez años mayor que ella, siempre la admiró y deseó. Se perdía en la vitalidad de los brazos y las piernas de esa mujer que sabía que con una mirada podía doblegarlo sin el mayor problema. El disfrutaba dejándose seducir, ella seduciéndolo. La vida para ella era algo ligero, disfrutable, sin cargas. Para él representaba mayores complicaciones y la frescura de su sonrisa y manera de despertar lo hicieron instalarse en su compañía sin la menor duda.

Así transcurrieron los años, y en ellos el enamoramiento y la sorpresa dieron paso a la comodidad y la costumbre. La sorpresa quedó perdida en algún baúl o caja y no la volvieron a encontrar. Sabían lo que les gustaba, lo que les molestaba, lo que les hacía sentir bien, seguros y a los quince años la certeza de su compañía era lo que definía el color grisáceo de la relación.

Un día, ESE húmedo e insípido día, ella descubrió que las certezas habían navegado a otro puerto. Ella no era la misma de hacía quince años, empezaba a sentir el peso de las responsabilidades que él vivía y sentía cuando se casaron. La vida adquiría otra dimensión y ella trataba desesperadamente de encontrar la frescura que recordaba y la alegría de existir...que alguna vez había sentido.

El seguía siendo ese hombre que envuelto en la cobriza seriedad de sus, ahora, cincuenta y cinco años, buscaba sonrisas fuera de si. Las encontró. Las encontró en otra mujer, que como ella hacía lustro y medio, desafiaba al mundo con su seductora frescura y con la certeza de saber que era hermosa y que con una mirada podía doblegar a quien quisiera. Esa mujer de treinta años a quien había doblegado era a su esposo...y ella ya no cabía en esa historia.

Imagen:blogia.com

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