Por: Cindy Sheltmire y Deborah Sherwood
Millones de personas se ven afectadas cada año por lo que actualmente se considera uno los delitos más comunes en los Estados Unidos: el robo de identidad. El problema nos toca bastante de cerca.
Según el Libro de Datos de 2015 de la Comisión de Comercio Federal de los Estados Unidos, publicado en 2016, “Missouri es el estado con la tasa más alta de denuncias de robos de identidad”. Nuestros noticieros locales a menudo informan de este tipo de casos.
Si bien tomar medidas preventivas inteligentes se considera una parte esencial de cualquier plan personal o institucional, las estadísticas también indican que ni todas las precauciones del mundo son capaces de protegernos eficazmente contra un adversario competente.
Un simposio reciente nos hizo pensar en nuestras propias experiencias con el robo de identidad y en las lecciones que hemos aprendido de ellas. Ambas pensamos que el enfoque iba más allá de las medidas prácticas habituales para garantizar nuestra seguridad, hacia la búsqueda de una base más satisfactoria y sólida de seguridad e identidad, que fuera capaz de reconstruir y fortalecer nuestro bienestar.
Al principio experimentamos las mismas emociones y temores que muchas víctimas del robo de identidad enfrentan: nos sentíamos agredidas, enojadas, abrumadas, estresadas y vulnerables a los efectos secundarios de esta experiencia. Pero aprendimos a enfrentar esas emociones elevando nuestro pensamiento y cambiando el fundamento de nuestra determinación para que descansara sobre una base espiritual.
Recientemente, yo [Cindy] recibí una llamada de un comerciante de un estado vecino, informándome que podía pasar a retirar la nueva computadora portátil que había encargado. Yo no había encargado ninguna computadora, por lo que de inmediato supe lo que debía hacer a continuación: llamar a la empresa de la tarjeta de crédito, denunciar el incidente, solicitar la cancelación y una nueva emisión de mi tarjeta, y denunciar el hecho a la policía.
También pensé que era importante dar otros pasos. Comenzando por la premisa de que una actitud colectiva de esperanza, confianza e integridad es esencial para nuestro sistema económico, sabía que debía confiar en un sentido de identidad que depende de un sistema más grande que el humano.
Percibí que mi identidad descansa en un poder más elevado; un poder más competente que mi propia inteligencia y respuestas limitadas y que no tiene nada que ver con el ingenio de los ladrones. Ese poder me protege. Como resultado de mi disposición de recurrir de inmediato a este poder y confiar en él, me sentí guiada a dar los pasos adecuados, los cuales resultaron en la pronta detención del ladrón. La sensación anterior de que mi identidad había sido secuestrada fue reemplazada por un sentido de seguridad y paz divinas.
Hace algunos años, yo [Deborah] abrí la puerta de mi casa y encontré a un oficial de policía que me informó que mi tarjeta de crédito había sido usada en una tienda cercana para comprar un anillo de diamantes de 9.000 dólares. Más temprano aquel mismo día, alguien que me había visto “esconder” mi cartera en la parte de atrás de mi vehículo, tomó la cartera, cruzó la calle para comprar el anillo utilizando mi tarjeta de crédito, y volvió a poner la cartera en el vehículo.
El oficial amablemente me indicó los pasos que debía dar, y me alertó acerca de otros métodos que los ladrones utilizan para usar mi información en su beneficio... y en mi perjuicio. En aquel entonces, el hurto de identidad era un delito incipiente, y la gente no estaba acostumbrada a lidiar con él. Me sentí indefensa, agredida y preocupada por las consecuencias de esta situación.
Luego pensé en una historia de la Biblia que, aunque se escribió hace mucho tiempo, enseña una lección respecto al robo de identidad. Jacob, el menor de dos hermanos, engañó a su padre para que le concediera la primogenitura y lo bendijera. El engaño privó a su hermano gemelo Esaú de la riqueza y el estatus que la sociedad consideraba legítimamente suyos.
Transcurridos muchos años, Jacob diligentemente procuró que su hermano Esaú lo perdonara, y se esforzó por devolverle lo que le había robado. Esaú le respondió: “Suficiente tengo yo, hermano mío; sea para ti lo que es tuyo”. Me tranquilizó saber que Esaú progresó hasta experimentar abundancia, a pesar de haber perdido lo que era legítimamente suyo. Pero, por encima de todo, ambos hermanos obtuvieron una comprensión más clara de su verdadera identidad, que no era ni la de un villano ni la de una víctima. Ambos merecían las bendiciones y los derechos de nacimiento que estaban garantizados... no por una fuente humana, sino por una fuente divina.
De estas experiencias ambas aprendimos algo acerca de la seguridad de nuestras identidades. La identidad se basa en las cualidades que expresamos, las cuales incluyen integridad e inteligencia, y proceden de una fuente divina y segura. Estas perspectivas más espirituales nos han ayudado a vencer los efectos adversos que de otra forma habríamos sufrido, y a fortificarnos contra el temor a estar expuestas a la delincuencia.
Cindy Sheltmire es agente de bienes raíces del área de Columbia, Missouri. Deborah Sherwood escribe sobre temas de salud y es Comité de Publicación de la Ciencia Cristiana en el estado de Missouri, EUA.
Contacto en México: mexico@compub.org
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