Cada diciembre, nos volcamos a las agendas. Llenamos los días de luces, intercambios de regalos y banquetes ruidosos, convencidos de que el éxito del año que viene depende de nuestra productividad. Pero en ese torbellino de planes, hay una ausencia que duele: el espacio para las mujeres que están envejeciendo.
Son ellas, las que se quedan al margen de las conversaciones porque sus recuerdos, cansados, ya no corren a la misma velocidad que los nuestros. Las que guardan silencio porque el oído les falla y les da vergüenza confesar que el mundo se ha vuelto un murmullo lejano. Esas mujeres que, cuando intentan hilvanar una anécdota, son interrumpidas por nuestra prisa, dejando sus palabras suspendidas en el aire como algo "irrelevante".
Sus manos que hoy se mueven con torpeza y lentitud no están así por descuido, sino por el desgaste de habernos cuidado durante décadas. Preparan la cena con días de antelación, luchando contra sus propios dedos, solo para ver el brillo en nuestros ojos al probar su sazón. Aunque al final de la noche, nadie se detenga a agradecer el sacrificio sobrehumano que hubo detrás de ese plato.
Llegan con pasos vacilantes, aferradas a bastones que odian, pero que aceptan con tal de no ser "una carga". Se visten de gala, rescatan del armario sus mejores colores y se peinan con el esmero de antaño. No lo hacen por vanidad; lo hacen para sentir que todavía existen, que todavía son parte de la fiesta, que el mundo no las ha borrado aún.
Podrían estar descansando, refugiadas en la tibieza de su cama. Pero eligen el dolor del cuerpo antes que nuestro olvido. Se levantan y se arreglan solo para arrebatar un instante de nuestra atención, para ser parte —aunque sea un momento— de nuestras vidas.
Esas mujeres lloran. No lloran por las arrugas ni por los años cumplidos. Lloran por la soledad que se siente en una mesa llena de gente. Son sobrevivientes de mil naufragios, de duelos que no conocemos y de caídas que superaron en silencio. Y aun así, están ahí, listas para entregarte el último resto de su energía.
Son tus abuelas, es tu madre, es tu tía o esa vecina que te vio crecer.
Este año, que la promesa de un nuevo comienzo no sea solo para ti. Haz que sea para ellas. Olvida el protocolo: llévale su dulce favorito, pregúntale por esa canción que la hacía bailar de joven, dile lo hermosa que se ve bajo las luces. Deja que suelte el bastón y ofrécele la seguridad de tu brazo.
Y si la distancia te separa, haz que tu voz sea como un faro. Llama. Dile que la extrañas. Deja que llore, pero que esta vez sea ese llanto dulce que solo provoca la certeza de saberse amada. Porque el mejor regalo de este año no vendrá envuelto en papel, sino en el tiempo que decidamos devolverles.
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