“Soy la peor mamá del mundo” leí en la pantalla y podía prácticamente sentir el dolor de esa mujer a la que no conozco y de pronto, la memoria me dio un golpe.
Hace poco más de dos décadas terminé la primaria, iba en una escuela activa, era pequeña con muy pocos alumnos, había sólo un salón por grado y en el mío, sexto, éramos como 21 entre niñas y niños.
Todos nos conocíamos, las mamás se llevaban fuera de la escuela, convivíamos los fines de semana y por las tardes. A los maestros y directivos los tuteábamos, en resumen éramos una pequeña comunidad que a veces nos sentíamos como una gran familia.
Llegó el fin de cursos y un festival dónde hubo espectáculos de baile, danza, teatro y canto, me acuerdo que fue un hermoso lugar que ahora alberga la librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica en la colonia Condesa del Distrito Federal, antes fue el cine Bella Época.
Pero antes de la fiesta de fin de año hubo otro evento, la entrega de diplomas a los que en terminábamos la primaria ese verano.
Llegó el tan esperado día, recuerdo que mi mamá me dejó en la escuela a la hora de entrada de siempre y me prometió que llegaría para el evento, por alguna razón sentí que esa promesa estaba de más, un presentimiento me invadió y a partir de ahí la ansiedad me dominó. Efectivamente, mi mamá no llegó, no es que llegara tarde, no llegó nunca. Yo preferí no voltear a buscarla ni a ella ni a mi papá, a él porque no vivía en la ciudad o estaba de viaje, no lo recuerdo, y a ella porque sabía que no llegaría.
No recuerdo la razón de su ausencia, seguramente estaba en una reunión sindical, o quizá organizando alguna asamblea también sindical. Pasaron casi todos mis compañeros, por mi apellido siempre he sido de las últimas en las listas escolares, cada que pasaba alguien yo rogaba porque se les hubiera traspapelado mi diploma, porque se les hubiera perdido o mejor aún, olvidado hacer. Pero no.
El momento llegó y pasé a recogerlo sin un aplauso, sin un hurra! sin tener a quien mostrarle la sonrisa de felicidad y orgullo, sin una mirada de reconocimiento o alegría. Lo más duro fue el silencio que se hizo mientras que todas las miradas se posaban en mi.
Me dolió mucho y sobra decir que durante muchos años lo guardé en lo más profundo porque seguía doliendo. Un día (hace apenas tres años) se lo reproché a mi mamá y me sentí liberada, aunque decírselo también dolió.
Un día me convertí en mamá y aunque mi hijo aún no ha vivido una ceremonia de diplomas, y mis hijas aún son bebés, sé que al mayor le he fallado en muchas cosas. Por ejemplo dejó de ir fiestas de sus compañeros, porque sus papás tenían ya otro compromiso “más” importante; una ocasión, aunque ensayó mucho para un festival del día de las madres, no fue porque sus papás no están de acuerdo con esas ideas de endiosar a las madres, pero mantener a las mujeres en desigualdad, el pobre ni se enteró para qué había ensayado tanto.
Y fue hasta el día que leí ese “soy la peor madre del mundo” de una mamá que no pudo llegar a un compromiso escolar con su hija, que realmente pensé en lo que mi hijo ha perdido por pensar en mi, en mis necesidades, en mis compromisos, incluso en mis convicciones. Tal vez mi hijo no se acuerde de todo esto cuando sea grande, seguramente no quedará marcado por todo esto, o seguramente no lo sé.
Lo que sí sé es que las mamás no somos perfectas, que nos equivocamos, que no nos damos cuenta de que nos equivocamos y muchas veces cuando nos damos cuenta es justo cuando ya no podemos reparar el daño, es ese preciso segundo después de que ya no hay manera de retroceder en el tiempo.
Hoy sé que mi mamá no fue a ese festival de primaria no porque no quisiera ir, no porque fuera mala madre ni mucho menos la peor del mundo, sino porque no siempre se pueden cubrir todos los frentes, porque no se tienen más que dos piernas, dos brazos y aunque el espíritu nos dé para abrazar el mundo, físicamente es imposible.
Así lo entiendo ahora, quizás porque así duele menos o porque me da paz; entiendo ahora que no fue falta de compromiso, mucho menos falta de amor, fue la imposibilidad de cumplir en todo, cómo le pasa a cualquier mamá, sea doctora, luchadora social, arquitecta, fotógrafa, periodista, secretaria, política, empresaria o mamá en casa, en algo quedamos cortas más de una vez en la vida.
No importa cuánto tratemos de cumplir en todo, la maternidad es un eterno andar en la cuerda floja, es un permanente estar a prueba y siempre, siempre en algo habremos de fallar, porque efectivamente no somos perfectas.
El asunto aquí es no es la “imperfección” (ya ven esta sociedad a la que le gusta catalogar), lo jodido es la culpa, la culpa por no rendir, la culpa por pensar en nosotras, la culpa por sentirnos cansadas, la culpa por lo que dirá la familia, las amigas, las otras mamás y hasta por el que dirán personas ajenas a nuestras vidas. El mundo entero se encarga de endilgarnos atributos casi mágicos, el típico “somos doctoras, cocineras, maestras, enfermeras, psicólogas, entrenadoras, etc, etc”. No señor, la condición de madre no nos hace perfectas por decreto.
Al contrario, no hay día que pase sin que en algún momento me sienta la peor mamá del mundo, ya sea porque tuve poca paciencia con mi hijo mayor, porque no alimento bien la nena de dos años o porque en un descuido la bebé se machucó un dedo por algo que dejé mal puesto.
Y ni modo, en el camino, además de aprender a ser mamás, tenemos que aprender a ser imperfectas y después a reconciliarnos con nosotras, a perdonarnos, a querernos.
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