Mientras se alejaban de la costa y se internaban en la isla, el sol escalaba los cielos para posicionarse arriba de sus cabezas. Sus sombras se iban incorporando a sus cuerpos dorados por el sol, brillantes por el sudor. El contraste que sinitieron alcambiar de la brisa marina al sol incandescente los tomó por sorpresa y el calor se fué volviendo insoportable.
¡Ni una silla, ni un camastro, ni una sombrilla. Ni siquiera la copa de un árbol! La muchedumbre, que despedía un olor agrio y amargo de sus cuerpos calientes, de sus ropas sudadas, de sus días y sus noches a merced del calor, rodearon a los recién llegados.
Manuela comenzó a sentir que el aire caliente entraba por su nariz provocándole una sensación de sofoco al caminar. En el alfeizar de las ventanas, asomadas, caras obscuras, pieles negras que con el sudor ¡brillaban como si fueran de charol, abanicaban con lo que fuera espantando el aire caliente y las moscas que acompañan la estación del verano.
Bajo las palmeras se veían grupos de niños semidesnudos, delgados, con ojos de suspiro, siempre buscando los cocos y tratando de extraer el refrescante líquido para saciar su sed, o persiguiéndo turístas para pedir cualquier moneda, cualquier sobrante o excedente para comprar algo que pudiera calmar su desesperanza.
El guía que caminaba delante de ellos llevaba un sombrero de rafia tejido por los artesanos hace muchos años. Con ese vejestorio intentaba cubrirse de los incandescentes rayos del sol. Descalzo, pisando firme sobre la tierra caliente bajos sus pies, como si no sintiera más. Como si las costras fueran la suela de sus zapatos hecha con el tiempo y con el caminar y re caminar los senderos hirviendo para mostrar a los turistas lo que queda de esa isla.
Manuela vestida en shorts y sólo el top del bikini, sentía en su torso desnudo las punzadas de los piquetes de los insectos hambrientos. Habían llegado allí con el interés de ver los animales exclusivos de esta isla. Especia única en el mundo.
En el anuncio de publicidad hablaba de la reserva ecológica. Una de las más importantes de Madagascar. Lo que la publicidad no mencionaba son las condiciones deplorables y desoladoras de la vida de la isla. No hablaba, tampoco, de la suciedad, del tufo a comida rancia, y deshechos de pescado podrido, restos de molúscos, ropa sucia, barcas viejas, cuerdas con olor a manos agotadas. Que todo el conjunto, el calor, el sol, la falta de brisa despide una pestilencia insoportable.
Tampoco mencionaba que las niñas y los niños son objetos sexuales para los turistas que deseándo saciar otro tipo de sed, pagan cualquier insifnificante cantidad de euros por tener un rato de diversión.
No recordaba Manuela haber leído en el folleto que los artesanos locales sufren los abusos de los que, con aires de grandeza llegan a negociar el precio de sus artesanías como si no supieran que lo poco que se gana con el arte local, es para alimentar a familias enteras.
No decía el anuncio, que la decadencia y el abandono han puesto en peligro esas, las especies exclusivas de la región, únicas en el mundo. Especies en peligro de extinción.
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