Hay un día que todo es normal, los árboles,  las paradas de camión y cada semáforo está programado en perfecta asintonía,  entonces se cree que todo está en su lugar, pero llega una minúscula duda, que crece cada segundo hasta alcanzar el tamaño de un reclamo.

Viene disfrazada de muchas maneras,  en forma de palabras o en el acomodo que hacen las manos  de una forma imperceptiblemente diferente, en la que se reconoce que esos dedos ya no son aquellos que se acomodaban sin trabajos y cuyas líneas encajaban en automático.

La duda viene en un suspiro y muchas veces tarda en irse toda la vida, entonces llegan los tiempos en los que es más seguro analizar cada palabra y cada movimiento, para interpretar lo que las voces callan.

Y se toma la forma de policía,  buscando pistas,  señales que disparen el rojo de advertencia lo que el corazón ya sabía desde el principio.

Y se lucha para que desaparezcan,  pero cada poro de la piel se empeña en abrazarlas por la necesidad de creer y por primera vez tener la razón,  a riesgo de por enésima vez no tenerla.

Y no se sabe qué camino seguir, mucho menos los zapatos adecuados para andarlos con los ojos bien abiertos pero con una bruma bien espesa dentro de ellos, muy parecida a la que abraza el corazón cuando las certezas mueren se emprende cualquier sendero.

Entonces llegan las pausas, esos silencios que van entre cada coma, que preceden alguna letra escogida al azar y que mitigan lo que las palabras son incapaces de expresar.

Llegan las miradas tristes,  huecas,  acuosas y vienen acompañadas de reclamos y de más y más dudas,  de no saber qué  decir ni que hacer y solo lamer generosa y pacientemente cada una de las heridas del alma.

Y el pasado no se puede cambiar,  ni siquiera es posible adivinar el futuro pero lo que se hace en el presente es muchas veces lo que menos se piensa, porque se hace al calor de una duda, que crece poderosa y siempre se sale con la suya al comprobar,  como ya se había dicho,  lo que el corazón calla.

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