El poeta que, animado por una concentración condensada, tira del hilo de una palabra percibida de súbito, de un fragmento de vida emborronado, de una sorpresa, de un extrañamiento (de vida o de lenguaje, de lenguaje y de vida); el poeta que, arriesgando su integridad neutral, hace suyo ese fragmento, esa palabra, y los sorbe, los silba, los intuye, los convierte en su obsesión, en su problema, en su materia; el poeta que, lejos del alarde, nos lo cuenta: comparte su vivencia, y hace uso para ello de un arsenal insólito de recursos lingüísticos; el poeta que sabe, porque ya lo ha probado, como Ángel Guinda, que escribir es cribar;el que ha reconocido que escribir es mentira, que lo individual pasa de largo, que el universo entero le escucha cuando juega a ser más verosímil que real: ése poeta nos gusta.
El poeta creador, pero no artista. Hay autores que saben -desde el principio hasta el final de ese proceso que les lleva a inventar, a mudar las palabras del espacio de lo que no existe al espacio de lo que ya está aquí, entre nosotros-, hay autores que saben perfectamente lo que hacen, y cuándo, y para qué. Esos son los artistas. Otros autores desconocen a la perfección qué va a pasar, qué les espera al final de la idea, qué hay más allá de lo que no probaron, cuál será el resultado de su juego, de su laboratorio, de su deriva viva. Estos son los creadores.
Gonzalo Escarpa
Ilustración: Grandville
Escuela de Escritura
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